El 96,2 por ciento de la población considera que la situación económica general de España es regular, mala o muy mala. El 76,1 por ciento entiende que es igual o peor que hace un año y el 64,1 por ciento supone que dentro de un año seguirá del mismo modo o estará peor.

Estas son algunas de las conclusiones del último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), correspondiente a diciembre pasado, a las que se une que el paro se tiene como el principal problema de España y los problemas de índole económica se sitúan en el cuarto lugar de las preferencias de las preocupaciones de los españoles.

¿Cómo puede entenderse este estado de opinión con un cierto repunte del Índice de Comercio al por Menor, con un 2,9 por ciento de aumento en ventas y un 1,5 por ciento en empleo con datos de octubre de 2017?

Parece evidente que las mejoras en las grandes magnitudes de la economía no se perciben como tales por parte de la ciudadanía y que, al mismo tiempo, se está produciendo un cierto acomodamiento a la situación de la economía real, en la que si bien se reconoce que la mejoría no llega en la debida extensión a la población, ésta asume a modo de estatus el actual estado de las cosas.

Ante todo ello, y lamentablemente a pesar de todo ello, el inframundo en el que parece que se ha convertido la política, por estar en el ámbito de los espíritus que vagan por suposiciones irreconciliables con la realidad, se dedica a lanzar mensajes, para bien o para mal, que poco o nada interesan a las personas cuya realidad tiene encomendada gestionar, a proyectar posverdades (distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales, según la Real Academia de la Lengua Española) o a generar debates estériles que solo entretienen y ocupan a quienes los promueven.

No creo que entrar a señalar ejemplos concretos de todo esto vaya a facilitar la modificación del estado de las cosas, tanto en lo cercano como en lo no tanto, sino que, al contrario, puede servir para auspiciar susceptibilidades que faciliten una nueva distorsión de las prioridades de una población que coloca a los políticos en general, los partidos y la política como el tercer principal problema del país, casi al mismo nivel que la corrupción y el fraude.

Quizás haya que aplicar a la política y a los políticos en su actividad aquello que le ha valido al profesor de la Universidad de Chicago Richard Thaler el Premio Nobel de Economía del pasado año por demostrar que actitudes humanas como «la racionalidad limitada, las preferencias sociales y la falta de autocontrol» afectan a la toma de decisiones individuales en materia económica y, en consecuencia, al mercado.

Es decir, lo que Thaler viene a plantear es que las decisiones económicas no se toman individualmente de manera racional, sino que existe una componente psicológica que las motiva y que se da una postura «por defecto» a lo que se propone, todo ello dirigido por una irracionalidad que provoca una distorsión en los procesos de decisión.

Esta teoría aplicada a la realidad cotidiana pudiera entenderse como el mundo paralelo generado en la política, donde hablan de sus cosas y no de las de la gente, por más que la retórica pretenda convencernos de que es lo que nos interesa.

Pero esta realidad no es culpa únicamente de quienes la practican, sino de todos aquellos que individual o colectivamente facilitan por acción u omisión, cuando no prestando coartadas, que se mantengan discursos absolutamente alejados de las preocupaciones ciudadanas. Me refiero a colectivos, o apariencia de ello, que deberían propiciar el debate de lo que de verdad importa y no ser palmeros, generalmente retribuidos, de la posverdad.

Es justo reconocer que a la política le corresponde ocuparse de aquello que construye en todas sus dimensiones a la sociedad y que su agenda tiene que estar también marcada por cuestiones que no tienen que estar en el día a día de la gente. De ahí a que esa sea la única ocupación de quienes gobiernan va todo un mundo.

Por eso es preciso que haya acuerdos que vayan más allá de las banderías partidistas y que superen los mandatos temporales de sus responsables. Eso es lo que supone el Plan de Apoyo al Comercio de Cercanía, aprobado por unanimidad en junio pasado por el Ayuntamiento de Córdoba y tenido por la propia institución municipal como un «impulso estratégico» al sector.

Hasta aquí la teoría. Otra cosa es que se ejecute. Como parodió hace más de tres décadas genialmente Emilio Aragón, permítanme la licencia, «menos samba y más trabajar».

* Presidente de Comercio Córdoba