Si el dopaje es un negocio, más negocio es el antidopaje, el deporte «limpio». Hay que escuchar al extenista comentarista extremista alabando las propiedades energéticas de sus «geles», zumitos, dátiles, plátanos con un picante «es que te da un subidón...». ¿Por qué no los prohiben?, me pregunto. Y no hablemos de Fórmula 1, esa infumable procesión de bravuconadas técnicas, derroche de ajustes, neumáticos blandos, DRS, KERS, cámara subjetiva, tal y cual sofisticación para un coche que ya no es un coche, en una exhibición que ya no puede llamarse carrera, donde la pista, al igual que el estadio, es un campo de experimentación al servicio de la industria pesada. Es el deporte. Las políticas y leyes que lo gobiernan persiguen intereses desconocidos por nosotros, que adoramos el sensacionalismo de los «deportistas drogados», toda la mitología de aguja, sangre, pis, abucheo, despelleje, ruína. Yo abogo por unas Olimpiadas arcaicas y mistéricas a rabiar: cuerpos desnudos, carnes turgentes o trémulas brillando en la pista a la luz de las antorchas, con un coro interpretando la Zingarella, a capela viva. Ganadoras y perdedores, punto. Fuera cronómetros, marcas, pronósticos, análisis. Y que no me prohíban un descongestivo nasal que ni siquiera atraviesa la barrera hematoencefálica, ¡por Dios! Pero ¿qué hay en ese botecito que dan a oler a los halterófilos? Fuerte parece, a tenor de cómo retiran la cabeza y saltan al escenario. ¿Funcionará con la escritura? Por mi parte me trago un café negro y le doy a las teclas de maravilla. ¿Me he drogado? ¿Literatura sucia? ¡Enciérrenme! Y dejen en paz a las atletas rusas, que son guapas y saben lo que buscan en el podrido mundo del deporte Olímpico. «Honestidad», con esta palabra definiría yo el aparato ruso.

No hay nada más cómico que pedir castidad en una organización de pervertidos. Hay que ser muy valiente y degenerado para exigir «limpieza en el deporte».

* Escritor