A los ojos penetrantes del Ortega de los años diez y veinte de la centuria novecentista la sociedad española continuaba ofreciendo los perfiles de impotencia y atrofia que en el siglo precedente impidieran el consolidamiento de una burguesía avanzada, dinámica, motor y actor muy principal de una verdadera modernización. La gran paradoja de edificar el triunfo del sistema constitucional sobre los robustos y casi exclusivos cimientos del protagonismo del Ejército y su indeficiente pronunciamiento a favor del régimen surgido en el Cádiz de las Cortes no tendría repetición en los anales del Novecientos, al intentarse una modernización llevada a cabo por una burguesía y unas clases medias sin vigor y aún menos conciencia de su deber histórico.

No por ello, claro es, ha de motejarse la límpida memoria liberal y democrática del autor de España invertebrada. Muy probablemente no hubo ninguna otra gran figura coetánea que fustigase con mayor implacabilidad el régimen de Primo de Rivera en las semanas siguientes a su desaparición. Tal condena obedeció muy presumiblemente a la gran esperanza depositada por aquel en el otoño de 1923 en el dictador jerezano como el «cirujano de hierro» costista, que hiciera entrar al país por los soñados caminos de la regeneración y la modernidad. Dada la inconsistencia y fragilidad de la sociedad civil española a la altura de los inicios del periodo de entreguerras, solo con el intervencionismo estatal se podría acometer con éxito tamaña y gigantesca empresa. Escritor también «total» --novelista, periodista, ensayista y hasta edil madrileño hiperactivo y comunista...--, Ramón Tamames, en su sugestivo cuadro de la primera dictadura militar española del novecientos, alzaprima sin temor al cansancio este vector esencial del septenado primorriverista. Con muy escaso o casi nulo intervencionismo en la actividad propiamente cultural, el omnipresente dirigismo en el plano económico produjo los efectos más beneficiosos. Sin ninguna verdadera adherencia del fascismo mussoliniano más allá de alguna faramalla retórica, el estatismo primorriverista logró en un tiempo récord un cambio de piel en la fisonomía material del país. Estadísticas de todo tipo así lo demuestran fehacientemente, como el meticuloso Tamames se encarga muy mucho de aducir.

Lo que no pudo hacer la sociedad lo realizó el Estado. En varios ramos del desarrollo socioeconómico la España de la primera dictadura se situaba en el pelotón de vanguardia de las naciones occidentales. Es comprensible, por ende, que, a pesar de sus creencias y escrúpulos liberales, figuras como Ortega no contemplasen con animadversión, en la gran crisis provocada por el hundimiento de la bolsa neoyorkina en octubre de 1929, la presencia del Estado en la actividad económica. Al menos, la reciente experiencia española así lo constataba. Los títulos de legitimidad aportados por el desenvolvimiento de la más reciente historia nacional así lo refrendaban. Nunca fueron en dicho plano frustradas las experiencias y episodios autoritarios de la centuria ochocentista que, en último término, vinieron a ser la continuidad de la gran tradición de la deslumbrante Ilustración española.

No es, por supuesto, una grave responsabilidad intelectual la contraída por el espléndido narrador peruano ignorando esta lección de repaso de nuestra historia al introducirse en libros de caballerías como el postrero por ahora de su envidiable y admirable construcción intelectual. Bastará sin duda para ahincar su robusta y sana axiología cultural recordarle el bien pensado canon de los propedeutas clásicos de que cada género requiere su método...

* Catedrático