Quizá una de las formas más atractivas de adentrarnos en el siglo XVII sería localizar la Flota de Indias en las Antillas, asediada en su regreso a España por la piratería inglesa y holandesa, apresurada por garantizar el regreso antes de que se inicie la temporada de huracanes. Sin embargo, el XVII es mucho más, una centuria oscurecida por la pátina de la desidia al etiquetarse, al menos en suelo patrio, con el inicio de la decadencia. Una decadencia que suele personalizarse en una figura pomposa y desabrida: el valido. En España no hay más que recordar al cuquísimo duque de Lerma, o el escorzo del jamelgo del duque de Olivares, celebrando en ese cuadro de Velázquez la victoria frente a los franceses en Fuenterrabía.

Pero esta asociación es parcialmente incierta, porque la figura del favorito, valido o mignon fue una clave común entre la segunda mitad del XVI y la primera mitad del XVII, encontrando su apogeo en las dos primera décadas del Seiscientos. El nexo común: reyes débiles o abúlicos (Jacobo I y Carlos I en Inglaterra; Enrique III y Luis XIII en Francia; Felipe III y, en menor medida, Felipe IV en España). De nuestros lares ya hemos puesto los ejemplos más significativos, pero no faltaron favoritos para los ingleses (Leicester, Essex, el duque de Buckingham) o para la Francia, descollando entre todos el cardenal Richelieu. La clave: la soberanía tenía un carácter regio, pero los incipientes Estados se estaban volviendo tan complejos que un solo hombre no podía gobernar toda una Nación --y menos un Imperio, díganselo a Felipe II--. El apogeo y también el ocaso del Absolutismo llegaron con el Rey Sol. Ya antes, sobre 1640, el valido languidecía, pues en el común de los mortales se percibía como un personaje que utilizaba el favor real para su beneficio personal, oscureciendo la autoridad casi divina del monarca. Progresivamente, era el ministro el que debía limitar las atribuciones del Rey.

Ese tiempo quedó muy atrás, pese a que la pompa de la Monarquía inglesa siga jugando con los conceptos de la majestas y el boato para deslumbrar a sus súbditos. Además, en comparación con la española, dos hechos contemporáneos ayudaron a ese rebufo: Alfonso XIII hizo un poco de Pilatos en el 14 de abril; y Jorge VI aguantó los bombardeos de la Luftwaffe. Pero obviamente, en una monarquía parlamentaria, el puesto hay diariamente que ganárselo. Juan Carlos I se lo ganó el 23F y hace 20 años, por una mal gestionada rigidez de jerarca, Isabel II pasó un mal trance al responder tardíamente en el trágico accidente de Diana de Gales.

Felipe VI ha hecho historia, al ser el primer Rey español que participa en una manifestación. Hizo lo que tuvo que hacer, pese a que muchos agoreros prefieren ocultar al Rey como al Mago de Oz. El Jefe del Estado se expuso en el Paseo de Gracia, pero más chuzos le hubiesen caído si hubiese permanecido en Marivent. Su presencia simbolizaba el dolor de la Nación española con todas las víctimas de Barcelona, y su comunión con una ciudadanía que quiere vivir en paz. Fracasaron en la gestión de los tiempos los marcados por los oportunismos, así como los que excusan los abucheos en la libertad de expresión --por esa regla de tres, también sería libertad de expresión apoyar el yihadismo--. No estamos en el XVII, pero hay muchos validos que pretenden vampirizar al Monarca. Y no digamos de piratas y filibusteros.

* Abogado