Atravieso todos los fines de semana la calle Torrijos y contemplo su antiguo hospicio cerrado. Siempre viene a mi memoria aquel pequeño torno, que se situaba junto a su fachada plateresca, que me inquietaba cada vez que por esa acera pasaba.

¿Cuántos recién nacidos habían sido colocados en aquella placa giratoria que de mayores imaginaron haber nacido de la nada? Siempre me dijeron que allí depositaban niños no deseados bajo el amparo del hospicio o hijos de madres sin recursos, incapaces de amamantarlos. Más de una vez, y por ese lugar anduve cuatro veces al día durante casi veinte años, me detuve para hacerlo girar sobre su pivote e imaginar que el niño desaparecía para siempre del mundo que lo rechazaba y volvía a aparecer, al otro lado, en un mundo de monjitas de tocas blancas quienes de buen grado lo recibían. Giraba y giraba aquel torno con su oscuridad como diminuto tiovivo.

Más tarde algunos de aquellos niños eran acogidos en familias de clase media. Los más, allí, aprendieron a leer y a escribir y dejaron la pereza y la ignorancia. Los menos eran adoptados por familias cristianas de modo que desaparecieron los padres por desconocidos. He conocido a varios de los que nacieron a la vida desde aquel torno que han desarrollado excelentes carreras profesionales. También a otros, pocos, que siempre soñaron con el fantasma de sus verdaderos padres y que no tenían por qué asumir el error de sus progenitores. No eran el error de nadie y tuvieron que crearse una nueva y distinta vida.

Un buen día aquel torno desapareció por su inutilidad; ya no servía para recomenzar la vida de un niño, para ayudar a la frágil conquista de lo humano. Ya no era inclusa y se transformó aquel edificio en palacio de congresos. Del mismo modo que se tapió el torno se obliteró la gran puerta del palacio cuyos fantasmas andan extraviados.

¡Que el perdón descienda sobre aquellos que renegaron, a causa de circunstancias, de su pronta apertura y de su inacabada ampliación! La inteligencia de los cordobeses les absuelve de sus errores y también por su sentido de la misericordia pero ansían que los congresos den vida a este mortecino palacio. Parece como si al alejarse los expósitos de aquel su hospicio hubiesen quedado allí fantasmas extraviados que impiden que nos atrevamos a abrir la puerta del palacio para que entre la luz de la actividad.

En aquel hospicio los niños aprendían a amar y se les enseñaba a comprender su propio interior. Ahora, cerrado, el palacio ni enseña a comprender ni se puede entre sus columnas practicar la intercomunicación propia de reuniones congresuales.

Es edificio con bello rostro pero sin espíritu, repleto de ocultismo, extraviado entre cábalas y secretos ritos que parecen sacerdotales. El silencio de aquel torno se ha convertido en sonajero de empresarios y trabajadores que fuerzan la finalización de la obra de su ampliación para acoger congresos.

Pero los fantasmas siguen extraviando su reapertura. Solo los iniciados en estos ritos burocráticos conocen las causas y razones de tan dilatada dilación, de este fervor interminable entre deseo y realidad.

Al recordar aquel minúsculo torno y la puerta cerrada del Palacio de Congresos en calle Torrijos creo que en Córdoba solo se puede elegir entre utopía y muerte.

¿Qué utopía?: la apertura del palacio. ¿Qué Muerte?: ¿la de aquel torno, solamente?

* Catedrático emérito Universidad de Córdoba