En su último y recomendable libro, Podemos hacer más. Otra forma de pensar el Derecho , Manuel Atienza clasifica a los individuos en cuatro grupos: los avispados--desaprensivos, los idiotas, los parias y los cívicos. Los primeros son aquellos que se sitúan en una posición de ventaja en el sistema y actúan sin muchos frenos morales. Los idiotas pueden ser privilegiados o desaventajados, pero en todo caso coinciden en su escaso interés por la cosa pública. Los parias son los más desaventajados, y no por su propia culpa, sino por la acción combinada de avispados e idiotas. Finalmente, los cívicos tratan de que no haya ni privilegiados ni desaventajados. Para ello, "procuran poner límites a los avispados, despabilar a los idiotas y redimir a los parias".

Partiendo de esa clasificación, debiera ser evidente que una de las funciones de la Universidad sería generar más y mejores ciudadanos cívicos. Este objetivo, sin embargo, parece diluirse en un modelo universitario en el que prima una concepción mercantilista de la enseñanza y en el que la responsabilidad social de los docentes se devalúa ante una maquinaria que nos convierte en autómatas. Las sucesivas reformas, las terribles consecuencias de ese engendro llamado Bolonia, los recortes presupuestarios y la proliferación de una casta de dirigentes con una evidente cortedad de miras, está influyendo en la reducción de nuestro papel al de meros transmisores de saberes técnicos y habilidades que se miden más por la cantidad que por la calidad, al tiempo que nuestro tiempo se consume en un océano de exigencias burocráticas que no solo nos aíslan de lo que debieran ser nuestras ocupaciones principales sino que también hieren de muerte el entusiasmo del más optimista.

Pese a todas esas limitaciones, empiezo el curso con las ganas propias de quien es consciente de su responsabilidad como docente de una universidad pública, y con la ilusión que me proporciona saber que tengo la posibilidad de despertar las mentes de quienes nos llegan adormecidos. Soy consciente de que eso implica navegar contracorriente, con el consiguiente coste a nivel profesional, y con la necesidad por tanto de buscar energías que provienen más de fuera de la Universidad que de dentro de ella. Sin embargo, cada día que pasa estoy más convencido de que mi papel no debe ser el mero transmisor de contenidos teóricos o el de estricto cumplidor de unas guías docentes que encorsetan mi libertad de cátedra. Al contrario, creo que debo provocar al alumnado, rebasar las fronteras, incomodarlo incluso, porque solo así es posible que despierte, que se genere un saber crítico basado en el pluralismo y en el disenso. Un saber, que en el caso del Derecho, nos obliga a admitir como una suerte que dos y dos no siempre sumen cuatro. Además debo entrenar sus mentes para que nunca se conviertan en simples piezas de un juego que otros muevan por ellos, además de transmitirles el hondo sentido de la ética sin la que no es posible la convivencia democrática e, irremediablemente, ahora con más insistencia si cabe, la idea que los derechos son procesos de lucha y que por lo tanto nunca debemos bajar la guardia en la pelea por su efectivo e igual reconocimiento.

A estas alturas solo espero del sistema que, como mínimo, no me asfixie con sus exigencias, al tiempo que no pierdo la esperanza en que quienes llevan el timón estén más cerca de los cívicos que de los avispados de los que habla Atienza. Igualmente desearía que entre mis colegas ese ánimo transformador e incluso desestabilizador del orden establecido fuera la regla y no la excepción, porque solo desde el diálogo cooperativo son posibles las revoluciones. Y eso es lo que realmente necesita nuestra sociedad, y en ella también nuestra Universidad, una auténtica revolución sin la que la felicidad que anuncia los programas electorales no será más que el pasaporte para que se mantengan en sus posiciones los que sacan provecho de la dictadura de la mediocridad.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional de la UCO