Desde hace siglos --aunque para nosotros, los españoles, resulta algo bastante novedoso- viene imponiéndose desde Europa la idea de que la educación debe estar enfocada al desarrollo de competencias por parte del alumnado, que no es otra cosa que entender las clases como el ámbito en el que nuestros alumnos desarrollen sus capacidades (por ejemplo, la expresión oral y escrita, su carácter emprendedor, su capacidad digital o matemática, etc.). Hasta aquí muy bien y, de hecho, me encuentro entre los que consideran que la educación en nuestras aulas debería ser esto, pues si pretendemos que las clases consistan en transmitir a nuestros alumnos los contenidos que llenan las páginas de los libros de texto, podríamos ser fácilmente sustituidos por la Wikipedia.

El problema reside, desde mi punto de vista, en que no se ha adaptado la normativa educativa a esta forma de entender la educación --propuesta, sobre todo, por los países nórdicos de Europa, además de Alemania o Suiza, entre otros--, pues si echamos una ojeada a la LOMCE, así como a la Orden del 14 de julio de 2016 de la Junta de Andalucía, descubrimos que hay una ingente cantidad de contenidos presentados para su obligatoria impartición. Les invito, si gustan, a que lean la materia que se supone que debemos dar los profesores de Filosofía --mi especialidad-- en la asignatura de Historia de la Filosofía de 2º de Bachillerato. A esa montaña de temas hay que añadirle, además, que nos han reducido la carga lectiva a dos horas semanales; pero no es este el tema, pues incluso aunque tuviéramos cinco horas a la semana sería imposible impartir en su totalidad esa materia. Por otro lado, junto a cada bloque de contenidos se nos asignan una serie de criterios de evaluación, pautas para ayudarnos a medir si el alumno ha alcanzado los objetivos propuestos para esa asignatura o no. Dichos criterios, por cierto, tienen carácter restrictivo, por lo que, si respetamos la ley educativa, deberíamos evaluar todos y cada uno de ellos, lo cual supondría impartir todos y cada uno de los contenidos presentados en el documento oficial, cosa que --sintiéndolo mucho por nuestro ministro de educación y nuestros inspectores-- me temo que es imposible.

La cosa, sin embargo, no termina ahí, pues estos criterios de evaluación de los que les hablo se dividen, a su vez, en estándares de aprendizaje, que son algo así como un desglose de dichos criterios, duplicando, e incluso triplicando en ocasiones, el número de estos. Con lo cual, tenemos una ristra de estándares, vinculados tanto a contenidos como a competencias, cuyo encaje supone un trabajo realmente titánico y que, en el fondo, en muy poco cambia el modo de evaluar en relación a lo que se ha venido haciendo en las últimas décadas.

Dicho lo cual, podemos resumir la situación del profesorado diciendo que nos encontramos con un número de contenidos imposible de impartir, empujados a desarrollar las competencias de nuestro alumnado, pero midiendo sus resultados, fundamentalmente, en base a la mejor o peor adquisición de los contenidos. Es cierto que los criterios de evaluación intentan incluir algún aspecto competencial, pero no es menos cierto que la redacción de los mismos en la normativa está basada principalmente en los contenidos.

¿Queremos realmente basar nuestro sistema educativo en el desarrollo de competencias? Sería estupendo, pero actuemos consecuentemente, es decir, limitando los contenidos de cada asignatura, entendiendo que estos no tienen un carácter central, sino que son el medio o el instrumento para el desarrollo de determinadas capacidades; disminuyamos el número de criterios de evaluación, haciendo especial hincapié en medir los aspectos relacionados con las competencias y no tanto con la memorización de contenidos. Y, por supuesto, apliquemos unos instrumentos de evaluación acordes con todo lo anterior, que no se centren sobre todo en comprobar si se ha aprendido la lección de memoria. De lo contrario, aquellos que realmente creemos en el beneficio de una educación basada en las competencias, nos encontraremos frecuentemente --y de hecho ya nos encontramos-- en la encrucijada de tener que elegir entre apostar por el desarrollo de estas o cumplir, en la mayor medida posible, con el currículum de nuestra asignatura, quedándonos en ocasiones con una frustrante sensación de que estamos a medio camino entre una cosa y otra.

Queda muy bien hablar de pacto por la educación pero, desde dentro, podemos asegurar que no es ningún capricho, sino que se antoja realmente necesario que se tomen las riendas de este caballo desbocado que es la educación y que, aunque suponga una tarea realmente complicada --que lo supone-- se dirijan todos los esfuerzos hacia lo que pretendemos que sea nuestro sistema educativo pues, a día de hoy, no parece que sepamos muy bien hacia dónde queremos ir.

* Profesor de Filosofía