El pasado domingo se marchó para siempre Antonio Arjona Castro, médico cordobés con infinito afán de saberes, académico ejemplar y hombre de bien. Tenía 75 años, lo que hoy en día, con la larga expectativa de vida que nos augura la ciencia, equivale a estar instalado en una tranquila madurez preñada de futuro. No pudo ser en su caso, aunque se fue de la mejor manera posible, de repente, casi sin enterarse y sin molestar a nadie, lo que no evita que su inesperada ausencia haya dejado una especie de desgarro interior en cuantos le apreciábamos, aparte de un hueco doloroso en el terreno de la investigación y la cultura en general. La muerte le sorprendió haciendo lo que más le gustaba, sobre todo desde que cinco años atrás una enfermedad ya superada le había decidido a cerrar su consulta privada de pediatría. Y lo que más le gustaba, aparte de conversar con ese decir tan suyo, atropellado, inteligente aunque de sonados despistes y divertido, era ponerse a trabajar ante el ordenador --amigo de las nuevas tecnologías, había creado hasta un blog personal-- para desfogarse a placer tal como él era: entregado, compulsivo y ávido de transmitir al mundo sus experiencias y conocimientos. Aunque para ello tuviera que interrumpir en las sesiones públicas o privadas de la Real Academia de Córdoba, de la que era numerario desde 1981 y director de su Instituto de Estudios Califales, el discurso del más conspicuo de los colegas.

Y es que Antonio Arjona llevaba en la sangre el ansia de aprender y de enseñar. Nacido en Priego y criado en Zuheros --localidad a la que estuvo unido hasta el final y de la que fue cronista-- era hijo y hermano de maestros vocacionales. Profesionalmente, sin embargo, a él le atrajo más que educar las mentes de los niños, sanar sus cuerpos. De modo que tras estudiar Medicina en Sevilla se especializó en Pediatría, y ya en los años ochenta, en alergología pediátrica, donde llegó a ser una figura de referencia.

Pero la inquietud intelectual de Arjona iba más allá de enfundarse la bata blanca, así que se empleó a fondo en dirigir la revista del Colegio de Médicos, del que fue doce años secretario general. Allí además publicó numerosos trabajos sobre medicina medieval, y con el tiempo y la constancia en el estudio, al que vivió anclado hasta el último momento, como arabista se convirtió en digno heredero de Rafael Castejón, de cuya mano había ingresado en la Academia cordobesa, de la que fue uno de sus miembros más activos y constantes.

Se fue un humanista, uno de los últimos que van quedando, pero perdurará la huella en su amplio camino recorrido en busca del saber.