"Al entrar el año 361, las obras en el puente de Córdoba --que es la madre que amamanta a la ciudad, el punto de confluencia de sus diferentes caminos, el lugar de reunión de sus variados aprovisionamientos, el collar que adorna su garganta y la gloria de sus monumentos insuperables-- aumentaban en firmeza y duplicaban en esplendor, tanto por la inminencia de la estación invernal, que ya se echaba encima, como por el incansable celo del Califa"... Son palabras de Ibn Hayyan, extraídas de los Anales Palatinos del califa de Córdoba al-Hakam II, por Isa Ibn Ahmad al-Razi (360-364 de la Hégira; 971-975 de nuestra Era), en traducción de Emilio García Gómez. Un párrafo muy conocido que, además de aportar información de primera mano sobre un hecho concreto, resume como ningún otro la esencia de Córdoba como ciudad, las razones que motivaron su fundación, allá por el año 3000 a.C., por qué fue elegida como capital por romanos y musulmanes, el papel determinante que ha desempeñado en la historia del mundo, su valor estratégico, militar, económico y también cultural, al controlar la más importante vía de comunicación de la región durante la Antigüedad y la Edad Media, y hacer posible la conexión entre dos mundos. No cabe, pues, dudar sobre su valor patrimonial, de su importancia como monumento y emblema. Tal vez por eso forma parte del escudo de la ciudad, define su imagen y la hace aún más universal.

No voy a entrar, sin embargo, en el tema de su reciente restauración. Ya me pronuncié en su momento, y no tendría sentido reiterar sobre ello; máxime, teniendo en cuenta la irreversibilidad de la misma. Antes al contrario, quiero congratularme públicamente de que por fin el puente y su entorno se hayan convertido en eje definitorio del casco histórico, dotando a la ciudad de un espacio monumental sin parangón que admiran propios y extraños. Huelga decir que yo abogo por que sea cerrado definitivamente al tráfico, en beneficio del peatón, del disfrute sereno, del contacto directo con la naturaleza y la historia sin ruido añadido de motores; un privilegio del que Córdoba es merecedora hace ya tiempo. Otra cosa es el tema de los sotos de la Albolafia. No descubro nada si digo que a esta ciudad le gusta más una polémica que chuparse los dedos después de una buena ración de caracoles. El motivo es lo de menos; y pueden eternizarse, de forma absolutamente bizantina y retórica, enconándose o diluyéndose, según el caso, sin llegar jamás a nada. Vegetación y fauna forman hoy parte sustancial del paisaje fluvial del Guadalquivir, pero no debe olvidarse que son un elemento sobrevenido, y por tanto su importancia ha de ser relativizada. El río fue navegable durante siglos, y sólo recientemente ha perdido de forma definitiva su carácter de tal debido en esencia a nuestra dejadez, nuestra falta de voluntad, incluso nuestra impericia. Hay, no obstante, personas en Córdoba conscientes de los fundamentos históricos de lo que digo, del valor del río como elemento de comunicación, de vida y de riqueza. Consecuentes con ello, llevan tiempo reivindicando que volvamos la vista a él; en la idea, firme, plausible, cierta, de que con un poco de esfuerzo, y a pesar de su carácter torrencial en época de crecidas, sería posible recuperar su navegabilidad. Devolveríamos así a nuestra ciudad su papel de puerto fluvial, convirtiendo el cauce que la abraza en espacio de disfrute y recreo, yacimiento de empleo y fuente de bienestar y futuro. Recuperaríamos de paso tantos aspectos olvidados del mismo que sorprenderían por su nivel técnico, su alcance y también su modernidad. Alfonso de Vera, marino mercante, batallador incansable por Córdoba y su seña de identidad más determinante, sabe bien a qué me refiero.

Olvidemos, pues, las polémicas estériles; miremos a la historia, y reintegremos a la ciudad las mimbres que un día la hicieron grande. No se trata de travestirla, como quieren algunos, sino de reintegrarle su esencia; y, de paso, si es posible, generar tejido económico y empresarial para seguir viviendo en y de ella. En tiempos de tanta angustia existencial como los que sufrimos, sólo cabe combatir la desesperanza con ideas, iniciativas, cultura emprendedora; siempre, desde el rigor, el consenso, la imaginación y también la generosidad, base imprescindible de cualquier acción conjunta. Mataríamos así dos pájaros de un tiro, porque al tiempo que riqueza estaríamos propiciando la formación de ciudadanos e interesados, de cualquier nacionalidad, su educación.

Es lo que algunos investigadores sobre el patrimonio llaman aprendizaje informal: conocer disfrutando, y también interactuando. "Y es que en la actualidad el interés del público ha variado: se ha pasado de visitar unas ruinas de cualquier época histórica sin dar demasiada importancia al hecho de no entenderlas --y con cierto temor a manifestarlo y ser juzgado--, a exigir recursos y medios de comprensión valorando la inserción de los objetos en el medio original o su recreación" (A. Domínguez). Más claro, agua.