En nuestras sociedades democráticas europeas siempre ha habido un sector de población más o menos minoritario o residual que se ha identificado con planteamientos de ultraderecha, racistas, xenófobos o directamente fascistas. La democracia había levantado un cordón sanitario a su alrededor de modo que su influencia era prácticamente inexistente así como su aceptación social. Hoy aquel dique se ha derrumbado y la ultraderecha avanza con paso seguro por casi toda Europa, incluso en aquellos países como Holanda o Suecia tenidos como modelos de una democracia que resultaba envidiable por cuanto aseguraba el respeto a las libertades y al Estado del bienestar. Como han demostrado las elecciones presidenciales austriacas, en las que el candidato ultra rozó el 50% de los sufragios, se ha vuelto aceptable socialmente votar a un partido de estas características, y lo votan desde todos los sectores del espectro político tradicional, desde la derecha a la izquierda.Razones que expliquen por qué la democracia se está deteriorando de tal modo hay muchas y algunas entrelazadas que van desde los efectos de la globalización y la crisis económica que han generado enormes desigualdades sociales, la nostalgia de un pasado idealizado, el refugio en la identidad nacional, el rechazo a las élites o la crisis de los refugiados. Ante este ascenso preocupante conviene releer la historia europea. La ultraderecha y los fascismos solo han llevado a Europa al desastre. H