La decisión de la Unión Europea de obligar a Apple a ingresar en la Hacienda de Irlanda 13.000 millones de euros correspondientes a impuestos no pagados en los últimos años debería ser un hito en la lucha contra la ingeniería fiscal a escala internacional, uno de los mayores desafíos a los que se enfrentan los estados en el siglo XXI. Pese a las airadas protestas del gigante tecnológico estadounidense, que dice que cumple la ley y que paga los impuestos que debe pagar, es inadmisible que durante una década haya estado abonando tasas impositivas del 1% o incluso del 0,005% y que las haya aplicado a todas sus ventas en la UE mediante el artificio de que su domicilio fiscal europeo está en Irlanda. Naturalmente, el Gobierno de Dublín es tanto o más culpable que Apple con su política de impuestos ultrabajos para atraer inversiones, que socava cualquier proyecto de avanzar hacia una convergencia financiera y fiscal en Europa, sin la cual una Unión sólida es una quimera. Lamentablemente, Irlanda no es el único país que actúa con este egoísmo y deslealtad, y la duda es si la valiente decisión anunciada ayer por la comisaria de la Competencia, Margrethe Vestager, tendrá continuidad con la idea de que las empresas deben pagar impuestos donde generan sus beneficios. Mientras, cabe exigir a Apple, paradigma de empresa puntera y eficiente, que dedique el mismo empeño en cumplir con sus obligaciones fiscales. H