España como mito y como vertedero de una borrachera general. España como erial de vomitonas, una especie cargada y jaranera de Pamplona extendida fuera de sus límites, con la arcada en los ojos y las chanclas cubriendo nuestros charcos de barro. No para nosotros, ni para gente más o menos delicada en la contemplación del arte, de una naturaleza expandida con su propio sonido en movimiento, ese país menudo que aún se encuentra en el margen de nuestras carreteras, un Viaje a la Alcarria sin voz de Cela al fondo. Pero algunos excesos del turismo, ahora muy extendidos, de estercolero urbano en la retina, están transformando hasta el buen gusto por vivir y disfrutar de nuestras mayores ciudades. Madrid es menos Madrid, y Barcelona, entre el independentismo violento y el institucional --tan cercanos que comparten siglas-- y el turismo de masas y ebriedades públicas, ya se ha convertido en otra cosa. La vieja Barcelona del cóctel en Boadas o en el Sandor, cercana a las novelas de Vázquez Montalbán, está siendo sustituida por otra realidad un poco más siniestra, más violenta y más sucia, sobre todo en el centro. Si hablamos de Madrid, volvemos a lo mismo: vete a La Latina a buscar una tasca con su vieja solera, y a ver si la encuentras, más allá de J. Blanco, y eso que estamos en la calle Tabernillas. A cambio, franquicias enlatadas y pisos turísticos patera, sacando de los barrios a sus viejos amigos, a sus rostros de siempre, a sus ferreterías, a sus mercerías, a sus casas de vinos, porque es más rentable que los apartamentos se alquilen por días, echando a los vecinos de sus alquileres. Los independentistas, como suelen, hacen astillas de todo árbol caído, pero no es calidad turística esta gente en bañador, medio desnuda en el supermercado a media mañana, de una borrachera a otra. Rajoy a lo suyo, porque «el turismo es un gran invento». Esta fuente de riqueza debe ser gestionada con inteligencia sensible, para salir por fin del país discoteca.

* Escritor