Llegó el verano y con él la aglomeración de gentes, la confusión y el tumulto. Hace muchos años que no estamos libres de las bullas veraniegas que provocamos con la inestimable ayuda de las decenas de millones de turistas que alcanzan nuestras tierras, sean estos cruceristas, borrachos de discotecas de una hectárea o amantes del balconismo. Añadamos nuestras desenfrenadas ansias por tostarnos en la playa, asistir a las decenas de festivales musicales que nos convocan o pasear por los tontodromos veraniegos como si todo ello fuera distraído siempre.

Es tal el frenesí por el mogollón constante que solo entramos en el bar que está atestado, la tienda que es un laberinto de mujeres haciendo volar la ropa, o la terraza de moda. Nos atrae la aglomeración, está de moda; mola participar en ella porque en su seno habita una cierta excitación y, acaso, el asomo de un riesgo razonable. Compartir con la manada no es algo inocuo ni mucho menos blando: pone, tiene su morbo. Participar en el deambular de muchos es estar en el lugar adecuado. No importan los pisotones, los frecuentes ahogos y hasta el recurrente apretón o magreo, es justo lo contrario, en esa zozobra, prima hermana del riesgo, está el atractivo.

No hay nada que merezca la pena si no lo has conseguido en un hub enorme y a todas horas concurrido. Por ejemplo, unas medias de mujer solo tienen valor si las adquieres en Zara o Primark, tanto da, pues, ¿qué consideración tendrían si las obtienes en la discreta tienda del barrio? Ocurre con casi todo, nuestro veraneo no empieza bien de no soportar estoicamente una caravana de cuatro horas y media, y el concierto de tu ídolo no será el mismo si no has dormido bajo la taquilla del estadio junto a centenares de fans. Nada merece la pena de no dejarte vencer por la turba y el dulce placer de la molicie. Estar por estar y sonreír ante cualquier cucamona es lo justo.

La necesidad de compartir con las multitudes nos lleva a la construcción de aeropuertos que mueven más de 20 millones de pasajeros al año; centros comerciales que pisan más de 50.000 almas al día y cruceros para más de 6.000 ensimismados por las olas. Necesitamos caminar como si fuésemos parte de un aglomerado y nunca mirar atrás. Porque huiríamos si llegáramos a comprender el significado que tiene el despojo desprendido a nuestro paso. El resultado de nuestros rallys multitudinarios o concentraciones siderales acaba en decenas de miles de toneladas de basura y otros desperfectos que dejamos para que lo recoja otra legión, pero de barrenderos. Sí, definitivamente nuestra sociedad ha encontrado su mejor acomodo en la turbamulta. Qué habremos hecho.

* Periodista