Hay algo de parodia en todo esto, una especie de burla sobre la realidad. No es que su discurso nos sorprenda --no puede hacerlo, después de lo escuchado en la campaña--, sino que sigue pareciendo una caricatura en movimiento, una deformación de lo que ocurre, como si verdaderamente Donald Trump no estuviera diciendo cuanto dice, todo lo que escuchamos, y hubiera otro plano, aún secreto, en el que el presidente de los Estados Unidos resultara ser otro, Hillary Clinton o cualquiera, una mujer o un hombre, pero no él. No puedo evitarlo: incluso ayer, durante su discurso de investidura, algo latía al fondo, como una vibración en la retina, una suerte de incredulidad dudosa que enturbiaba todavía más el mensaje y la imagen. Esto no está pasando, esto no está pasando. Pero sí: lo que está pasando es Donald Trump. América para los americanos. Ninguna guerra fuera de nuestras fronteras. Potenciar el ejército. Autarquía velada. Xenofobia expresa. Fin del plan medioambiental contra el cambio climático. Fin de la tarjeta sanitaria estadounidense, el gran legado de Obama. En fin, estas cosas. El muro contra México. La criminalización del inmigrante. La mentira consciente en cuanto se dice: el poder para la gente, la clase media, como si Trump la representara. El insulto. La calumnia. La agresión verbal continuada. El desprecio por el débil. En fin. Trump. Hay gente que odia a Estados Unidos --para empezar, por Trump; aunque también por Henry Kissinger, la CIA, el sabotaje criminal de las democracias en Sudamérica--; pero Estados Unidos es eso y mucho más. Podría empezar con el cine o la literatura, pero nada tan evidente como la generación sacrificada en las playas de Normandía y el resto de Europa. Nueva York. Sus noches de luz turbia como espejos gaseosos sobre las azoteas. Yo qué sé: Cyd Charisse, Gene Kelly. Todo eso volverá. Mientras tanto, solo sus ciudadanos podrán mantener su propia democracia a salvo de este circo siniestro y su protagonista.

* Escritor