Pocos presidentes electos habrán necesitado tanto una sesión informativa de los servicios de inteligencia de su país como Donald Trump. Utilizando las redes sociales --su único medio de comunicación hasta ahora--, el próximo ocupante de la Casa Blanca ha puesto en duda públicamente la información recogida por los servicios de inteligencia sobre la presunta injerencia rusa en las elecciones presidenciales, concretamente los ataques informáticos contra servidores de la campaña electoral de Hillary Clinton, así como la propagación de noticias falsas. Es inaudito que un presidente electo siembre sombras de sospecha sobre dichos servicios. Según declararon los máximos responsables de la inteligencia de EEUU ante un comité del Senado, el ciberprograma ruso es altamente ofensivo y dispone de sofisticadas técnicas y procedimientos que lo hacen muy peligroso. Añadieron que una operación de este tipo solo puede ser autorizada por las más altas esferas del Kremlin, algo que Julian Assange, el creador de Wikileaks y difusor de aquellas informaciones niega, lo que ha servido a Trump para defender la inocencia de Moscú. Aunque nada fuera verdad, la prudencia que se supone a un presidente electo debería haberle aconsejado guardar silencio hasta estar en la Casa Blanca y disponer de todos los datos. El episodio añade interrogantes, si cabe, a la relación que la nueva Administración de EEUU mantendrá con Rusia.