Donald Trump dio marcha atrás. La presión contra la separación de las familias de inmigrantes sin papeles y el inhumano encierro de niños de todas las edades en jaulas provocó una avalancha de durísimas críticas, desde las pronunciadas por exprimeras damas estadounidenses normalmente silenciosas, como Rosalyn Carter y Laura Bush, y el Pontífice, hasta la brutal portada de la revista Time. Dar marcha atrás es raro en un personaje altanero y bocazas como Trump. Pero no nos engañemos: al presidente de EEUU no le ha conmovido ni siquiera la grabación, durísima de oír, con las voces de niños de 2 a 6 años pidiendo que los lleven con sus padres. Y a su partido, el Republicano, tampoco. El miedo al efecto negativo que la brutal imagen de esta crisis puede causar a su formación ante las elecciones de mitad de mandato en noviembre es lo que explica el gesto. En realidad, lo que preocupa a Trump y a su partido es el haberse pasado de la raya. Ello no quiere decir que el debate migratorio vaya a desaparecer. La frontal oposición a la inmigración ya le sirvió para ganar las elecciones y ahora volverá a utilizarlo porque sabe que da réditos. La ley inhumana de tolerancia cero que permite separar a padres e hijos inmigrantes sin papeles sigue bien viva, solo que ahora se aplicará de forma menos vistosa, pero será casi imposible reunir a las familias. Trump ha dado marcha atrás de la aplicación de un aspecto de esta ley, pero sigue pensando lo mismo. Y mantiene su lenguaje deshumanizador que criminaliza a los migrantes. Es la misma táctica utilizada por los fascismos en los peores tiempos del siglo XX. Esto es así a uno y otro lado del Atlántico. Y las noticias que vienen de las capitales europeas cara a la cumbre de finales de mes no son nada alentadoras.