Cuando una personalidad controvertida o extemporánea llega a ocupar un puesto de poder hay siempre la esperanza de que el choque con la realidad matice las extravagancias mientras que el sentido común y el arte del buen gobierno acaben ocupando el lugar que les corresponde. Sin embargo, con Donald Trump no será así.

Tras su elección el 8 de noviembre, el presidente electo ha actuado a golpe de tuit y desde su cuartel general neoyorquino como si ya estuviera en Washington, en la Casa Blanca. Lo ha hecho con decisiones y/o amenazas que marcan un cambio radical de política con relación a cuestiones clave para los intereses del país. Sobre las relaciones con China, por ejemplo, rompió las formas diplomáticas al hablar directamente con la presidenta de Taiwán. O al amenazar con éxito a los fabricantes de automóviles de EEUU que han invertido en México. O con sus ataques a la UE y a la OTAN, o su intención de trasladar a Jerusalén la embajada de su país en Israel.

Cuando Barack Obama manifestaba su disposición a intervenir en el debate público si su sucesor discrimina a las minorías, si expulsa a hijos de inmigrantes que llevan toda la vida en el país o si silencia a la prensa, subrayaba la alarma de una gran parte de la población, una alarma que ha despertado el activismo en EEUU como no ocurría en décadas. EEUU y el mundo en general se adentran en una dimensión desconocida. A tenor de lo visto hasta hoy, hay señales más que suficientes para pensar que la llegada de Trump a la Casa Blanca augura poco bueno, que se abre una etapa impredecible. Desde Europa sería muy irresponsable no saber leer lo que pase en Washington. El efecto desestabilizador de Trump es enorme y de los europeos depende que pueda minimizarse o empuje a una desunión mayor de la que ya amenaza el proyecto europeo.