Hay mucho sincretismo en el brindis de Baréin. Unas copas tintineadas con las burbujas de un espumoso, alzadas al aire en la perla del golfo Pérsico; una paradiña de alcohol en los labios en una isla un pelín más tolerante que esa península por un puente unida, allá donde las mujeres no podrán llevar un San Cristóbal en el salpicadero, pero se esmerarán a partir de ahora en ser conductoras de primera.

El sincretismo de bendecir desde Baréin la inclusión de Medina Azahara en el selecto club del Patrimonio de la Humanidad. Mientras en España se vertía la nostalgia de las vuvuzelas y el esplendor del beso de Íker y Sara Carbonero, las compensaciones a las penas patrias tenían un aire andalusí. Podrían salir en la euforia contenida las galeradas de los tópicos, un disculpable repunte de soberbia apelando a que si otras ciudades tuvieran ese póker de Patrimonios, único en el mundo, oiga, no habría quién les tosiera. Pero ya se sabe que para estos menesteres la euforia siempre es contenida. Podremos tocar el cielo en Las Tendillas por el reconocimiento a ese tuétano cordobés, pero no esperen cordones policiales para sujetar a las masas cuando nuestros representantes suban las escaleras mecánicas de la Estación.

Hay sentimientos encontrados en esta Declaración. La bellísima ciudad arrasada que en el 2001 se hermanó con el Damasco de los Omeyas. Los Reyes de España y un Bashar al Asad que aún no había mostrado su lado oscuro, apadrinando el encuentro de los dos cervatillos y traspasando esa puerta de barbarie en el tiempo. Hay también un desquite con la larga y frustrada marcha hacia la Capitalidad. Se buscó El Dorado en un ejercicio de autoestima, aunque, por ejemplo, casi nadie sepa que las Capitales Culturales de este año sean la holandesa Leeurwarden y la maltesa La Valeta. Pero escoció la tamborrada donostiarra, alzada victoriosa por fallos propios y el cuerpo de ventaja de un borbollado proceso de paz.

Hay en Medina Azahara otro reverso misterioso. La ciudad trazada por los Niemeyer del incipiente segundo milenio, mientras su homónima, creada para mayor gloria de Almanzor, demuestra que, junto a los ángeles, también existen polis caídas. Medina Al Zahira está condenada a dormitar bajo un Hades poligonero.

La Ciudad Califal también tiene otra seña distintiva. Cualquier detector geiger especializado en sinalefas mostraría que los niveles de lírica son altísimos en torno al Salón Rico. Porque Medina Azahara, con o sin renuencias, ha sido la amalgama inspiradora de varias generaciones de poetas, la zona cero de esta cantera interminable de bardos. De sus trepanaciones de avispero surge el gran activo de los estetas, haciendo de Córdoba un referente internacional de la poesía.

Medina Azahara también es un faro de la arqueología, una Pompeya mecida entre la desgana y el tesón en lugar del intuitivo apoyo carolingio, su lava y sus capiteles esquinados en los atauriques de la judería, amén de la incandescencia que acosa su perímetro. Precisamente, la mayor carcoma que ha podido hacer peligrar la Declaración es esta proliferación de suelo rururbano, el pulso de las parcelaciones alegales toleradas por mor de no menguar los réditos políticos.

Cuatro Patrimonios materiales, además de la cuota alícuota de otros dos inmateriales, está al alcance de muy pocas ciudades del mundo. Es preceptiva una buena gestión de este legado, haciendo vívido para todos los cordobeses el futuro del pasado.

* Abogado