Sin entrar en arenas tolkienianas (hobbits, elfos, enanos) fue el tiempo el que marcó la era de los hombres: la necesidad de acotarlo todo en los anuarios o en los minuteros, porque esas segmentaciones --por las que hay que pagar un diezmo de nostalgia-- en el fondo nos dan seguridad. A los humanos nos pirran las efemérides, acaso porque como especie, desde los tiempos cavernarios, sobrevivimos a la muerte. Entre esas varas de medir lo evanescente, los siglos son ampulosos y solemnes. Nos sentimos más a gusto con un patrón que zahiere nuestra finitud pero que, a la postre, es aprehensible. A ese cubicaje de lo vivido se apuntaron Gardel con su frente marchita; María Dolores Pradera haciendo de una elegantísima señora Robinson que no tenía edad, o Serrat con su álgebra perifrástica de doblar, o triplicar, ese número referente.

Veinte años. John Reed compendió en Diez días que estremecieron al mundo la Revolución soviética. A nosotros nos bastaron tres, en aquel verano del 97 en el que por la Flaca daría lo que fuera. Aquellos fueron los tres días que conmovieron a España. ETA era un animal rabioso, encolerizado por la liberación de Ortega Lara y el simultáneo fin del secuestro de Cosme Delclaux. Sus iras se descargaron sobre un muchacho de Ermua. Para contrarrestar ese ignominioso envite, surgieron algunas de las manifestaciones más multitudinarias que ha conocido este país; miles de manos blancas, ertzaintzas que se despojaban del pasamontañas para mostrar un corajudo desplante a los terroristas; y una plegaria y una vigilia inútil, crédulos en la convicción de que la compasión mora en todo ser humano. Incierto. Llegó luego la conmoción, y el clamor de las nucas ofrecidas, el repliegue de la serpiente tras ensangrentar el hacha y la desgasificada justificación de lo imposible, con la depauperada pedagogía del sufrimiento taimada en el mito de la patria vasca.

Cualquier dramático asesinato es un ejercicio de redundancia. Pero la crueldad de los etarras con Miguel Ángel Blanco permite esa licencia, un viraje para nutrir la catarsis y desnudar a la puta equidistancia. En buena medida, aquellos tres días terribles marcaron la deriva de España, pues aceleraron la descomposición del terrorismo etarra. Y un reajuste de la futilidad de las quimeras. Aquel drama quebró el caleidoscopio vasco, pues la vida y la convivencia están por encima de trileras Arcadias. Ocho años después Ibarretxe presentó su Plan en el Congreso de los Diputados. Su rechazo marcó otro jalón en la normalización del hecho diferencial vasco, cuando aún quedan por macerar los remordimientos de una sociedad que le hizo el vacío a las víctimas.

Los nacionalismos también tienen sus piques. El catalán parecía sentirse subyugado por el ardor guerrero del Cantábrico. El Estatuto vasco fue el primus inter pares por un acelerón final en la fecha de publicación en el BOE. Ahora los secesionistas catalanes quieren su revancha. Rehúyen de la brutal simpleza de la Goma-2 y se adhieren al sibilino cameo de la opresión, un victimismo que promete convertirse en astracanada. Hemos celebrado los 40 años de las primeras elecciones generales frente a un tiempo en lo que lo diferencial podía dialogarse en el paredón. Y un Rey de España habló, en el santuario de nuestra soberanía, de la dictadura anterior. Las víctimas no han vivido para contarlo, pero ellas son parte esencial para contar lo que vivimos.

* Abogado