En el 60 aniversario del Tratado de Roma, Europa se desangra por sus cuatro costados. Es una herida externa que se extiende por ríos caudalosos, que se derrama en las aguas musculares del mar para llegar más lejos y adentrarse en bahías de un profundo silencio. Pero es también, especialmente, una hemorragia interna que comienza en su propio descrédito, grabado airadamente, a fuego lento, sobre su piel despierta. Sabemos del inicio de los tiempos, de la crisis total tras la Segunda Guerra Mundial, que pareció el final, y de una renovación de las estructuras políticas y sociales en el vientre de Europa. Había que evitar un nuevo escenario equivalente, que bien podría ser definitivo, y es verdad que se hizo. Pero todo lo que unió la destrucción casi total de Europa tras la caída de Berlín, lo iría desuniendo no ya la estabilidad, ni siquiera la prosperidad, sino la ilusión desclasada del enriquecimiento perpetuo. Europa, en realidad, no se ha vuelto insolidaria: es que nunca, hasta hace más o menos veinte años, se ha tenido que enfrentar con su propio egoísmo, resultado quizá de un proceso de constitución en el que se ha primado el mantenimiento a ultranza de la identidad de las naciones, por delante de una construcción colectiva. A pesar de ciertas ilusiones, creo sinceramente que Europa, como idea, como generador de una cierta tensión cultural y democrática, ha existido solo en la mirada de algunos ciudadanos ilustrados. Pienso, en España, en Luis Cernuda, «porque Europa es el mundo». Pienso en Stefan Zweig y en su maravilloso El mundo de ayer. Memorias de un europeo, escrito a lo largo de su exilio definitivo, cuando dejó atrás su casa de Viena, en un viaje silente hacia Petrópolis, donde se suicidaría, en una habitación de hotel, temiendo que los nazis llegaran a conquistar Brasil. Cernuda y Zweig amaron la Europa que podría ser, la que pudo haber sido. Escribe Zweig: «La tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética». Después de leer El gentil monstruo de Bruselas, de Hans Magnus Enzensberger, dudo que la máxima de Zweig primara en su fundación, pero ha quedado claro que, al menos en el presente, y en nuestro pasado reciente, ningún miembro parece haberla recordado.

Quizá no se trataba, como algunos soñaron, de crear unos Estados Unidos de Europa, y el propio planteamiento nació errado. Lo que en Norteamérica resultó no sólo fácil, sino un proceso casi natural -desde el punto de vista político; no hablo del expolio a la Nación india-, por la ausencia de pasado en el nuevo país, que propició la Unión de sus territorios -y, aun así, tuvieron que lidiar con una cruenta Guerra Civil, que dejó en el campo de batalla los cuerpos ateridos de millares de jóvenes-, en Europa no era más difícil, sino directamente imposible, por el pasado profundo de sus naciones y las identidades generadas a partir de él. La prueba la tenemos en las crisis recientes de Grecia: una parte de Europa, club de ricos, en una proporción no pequeña, ha expresado su deseo de expulsar a Grecia, únicamente por no poder pagar su deuda. Sin entrar a valorar la naturaleza de esa deuda y el proceso perverso que la precedió -recomiendo Grecia en el aire, del estupendo escritor helenista Pedro Olalla-, el hecho de que alguien quisiera echar de Europa a la única razón de su pasado, su única raíz cultural, filosófica y jurídica auténtica, ya define la nebulosa política que vivimos, su falacia institucional.

Porque si Europa es el mundo, como decía Cernuda -como idea matriz, como germen histórico, de derecho y artístico-, tampoco cabe duda de que Grecia es Europa. Y así hemos estado, viendo si la echábamos o no. Desconozco si era posible la creación de un cierto sentimiento unitario, de identidad europea, manteniendo la singularidad de cada una de sus naciones. Pero quizá se podría haber fomentado un sentimiento de relativa hermandad moral, más allá de la concentración económica y el levantamiento de los muros que mantengan a raya el oleaje de los desesperados, con su tumba de agua.

Hoy ya parece imposible: qué le vas a contar a un italiano de un alemán, a un portugués de un francés, después de haber creado una Europa de divisiones, entre ricos y pobres. Quizá hubo un momento, tras enterrar a Hitler, en que la utopía era posible. La ética se ha quedado en los ojos de todos esos niños retenidos en los campos de refugiados. Hoy, Europa son los cuerpos que mueren en sus puertas.

* Escritor