Venía yo, por la carretera comarcal, de vender unas aceitunas recolectadas con morbo y lujuria mañaneras, y en esto que me cruzo con un perro atropellado, amasijo de pelos y carne púrpura y sangre seca. Y viene otro, escuálido, medio pastor alemán él, de orejas descolgadas y costillar preponderante, y se planta allí, ¡je!, tras la curva también, carroñero. Y a mí entonces me asalta la siguiente idea fatal: si apareciese ahora otro coche y cargara contra todos los perros hambrientos que se aventurasen, veríamos crecer un muro de cadáveres que, al fin, taponaría la comarcal. Pero no pasa nada, yo sigo conduciendo y, como quiera que sea, vaticino una primavera productiva y loca: el aire cargado de insectos y polen, las terrazas de los bares en movimiento continuo, codos arriba, gafas de sol, hombros al aire y camisas blancas y perfumería de supermercado. Lo veo venir. El curro que me ocupa me permite codearme con la naturaleza. Ciertamente, se puede sobrevivir capturando aceitunas. Lo importante es mantener la salud, tomarse algo, hacer el amor (vamos a decirlo así) en cuanto se pueda, seguir en ruta y no dejarse llevar, oh, no, por las pasiones ajenas y el pesimismo. Entonces vuelvo a meditar sobre aquel perro devorador de perro, y vibra la emoción en mí, seguro de que, tras desayunar su mísero pitraco, deambulará contento y se tumbará al sol, de cualquier manera, vivo aún. Mañana, si consigue mantener el tipo y la sonrisa, alguno de estos británicos jubilados que pueblan los montes lo adoptará contento, y el canijo saldrá adelante y vivirá como un rey en soleada finca, el estómago lleno, los ojos entornados en la siesta, saboreando el terral de abril.

No, amiga, la vida no es una mierda. Sécate las lágrimas definitivamente, si es que has llorado, y mira antes de cruzar la carretera, no sea que te vuelvan a atropellar.

* Escritor