En España uno tiene la sensación de que la Transición, aquella que nos llevó de la Dictadura a esta Democracia en la que usted y yo nos movemos y existimos, es como aquel principio de la energía que dice que ésta no se crea, ni se destruye; simplemente se transforma. Cuando uno asiste al ya eternamente democrático --porque se viene dando en toda la Democracia-- carnaval independentista nacionalista o viceversa; del también eterno sambenito de que los que ostentan la bandera española son fachas; de que los de izquierdas son por definición republicanos; y de la iconoclasia que confunde la historia de España con la política, no puede por menos que acordarse de aquel eterno estudiante cuya dispersión le ha hecho comenzar varias carreras, no solamente no termina ninguna, sino que la nueva que empieza es la mejor. Así es España. Seguimos todavía cambiándole los nombres a las calles y cambiándolos por otros, también hijos de la Democracia, pero enemigos del partido político que gobierna de turno. Incluso hasta antes de ayer, en el sentido más literal de la palabra, quitan y meten en una caja el busto del monarca que hizo posible con el esfuerzo de todos los españoles la susodicha democracia. Lo dicho: seguimos en transición. ¿Hacia dónde? Imagino que hacia un lugar donde otros tengan que definirnos pues nosotros no somos capaces de hacerlo. Y digo esto porque un pueblo, una nación es una realidad que la termina de definir su propia historia, pero para eso hay que saber no solo entender ésta por encima del partidismo más bastardo, sino respetarla. Lo contrario es como decía el aforismo: el que no entiende la propia historia está condenado a repetirla. Aquí, en nuestra sufrida España, el sentido simbólico y metafísico de esta frase lo conocemos, además de sus consecuencias. Tal vez para sobrellevarlo hemos elegido el opio de la transición perpetua.

* Mediador y coach