No es fácil conseguir que las palabras, y sobre todo la palabra escrita, atraviese el corazón de los sentimientos, y en relación, en algunos temas, donde la sensibilidad colectiva tiene todavía demasiadas heridas abiertas, sin cicatrizar. Una sociedad tolerante es una sociedad que ha crecido espiritualmente como colectivo de individuos que, tras conocerse en toda su extensión, logran aceptarse profundamente en sus diferencias y diversidades tangenciales. Remontándonos a las sociedades primitivas, tenemos constancia de aquellos individuos que no asumían los roles propios de la tribu, las normas establecidas de la convivencia. Pero no eran postergados, ni eliminados, o cruelmente marginados, sino todo lo contrario, se les atribuían otros papeles o funciones necesarias para dicho colectivo, aprovechando así aquellas facultades especiales que por el destino, la genética y otras fuerzas extrañas les habían sido otorgadas, convirtiéndolos en útiles, y en muchos casos imprescindibles, en el desarrollo espiritual o social o económico de la tribu, incardinados íntimamente en todo su organigrama. Son los casos de adivinos, brujos, senadores, cuidadores de los padres ancianos, recolectores, etc…. Estaban todavía muy alejados de esa cultura judeocristiana, musulmana, que tanto ha encorsetado, provocado guerras, enfrentamientos, en la Historia de la Humanidad desde hace 20 siglos… y aún antes. El devenir de los sentimientos, de la maravillosa diversidad que tiene la Naturaleza y el cerebro del Homo sapiens era aprovechado sin ningún tipo de dificultad. Cuando el lastre del pecado, y toda su parafernalia de sentimiento de culpa, perdón, arrepentimiento, y absolución, no había nacido todavía, como corsé de las conductas humanas.

La mente no es monocorde, y de ahí la gran variedad de personalidades que tenemos, con sentimientos, formas de pensar, percibir, disfrutar de forma diferente, en un amplio abanico multicolor, como un patrimonio único maravilloso y universal que, creo, no solo debe protegerse, sino también proyectarlo a los demás. Es lo que nos diferencia del resto de los animales que pueblan el planeta. Ellos apenas progresan. Sus hábitos son inalterables, atados al instinto de conservación de la especie. Matan por la supervivencia. Nosotros también lo hacemos, además de por placer, odio, envidia y el más amplio espectro de actitudes preñadas de crueldad.

Demasiada gente, en estos dos mil años de Historia reciente, han sufrido persecución, maltrato, encarcelamiento, lesiones y muerte, no solo por sus ideas, sino también por ser diferentes. Diversos al colectivo, a la conciencia moral imperante. Como si fueran una amenaza a la sociedad preestablecida, como una lacra o un cáncer que había que extirpar quirúrgicamente. Y así se ha tenido la creencia errónea de la restitución del orden imperante. Todavía, en muchos países se sigue practicando esta persecución inquisitorial. Esta doctrina perversa sigue aún obligando a estos seres humanos diversos a vivir en la ocultación, a fin de protegerse del oprobio, crueldad y discriminación social. Me viene a la memoria la no tan lejana Ley de Vagos y Maleantes, promulgada y publicada por la Segunda República, plenamente vigente durante el franquismo, que fue derogada en los primeros años de la transición política a la actual Democracia, y que provocó tanto sufrimiento, horror, miedo, suicidios y un interminable rosario de crueldades sobre sus víctimas. Algunas de ellas las recuerdan, con verdadero pavor. Me pregunto: ¿a quién protegieron? ¿La sociedad fue mejor? ¿O solo produjo dolor sobre dolor? ¿Para qué sirvió? Me satisface sobremanera que esas barreras invisibles, que esos muros antes insalvables, estén ya empezando a caer realmente, y que la sociedad ejerza la tolerancia como signo distintivo de su cultura sobre esas personas que están sedientos de comprensión, respeto y efecto, no solo de sus entornos mediatos e inmediatos, sino también desde los poderes público como representantes de esa comunidad más culta, más comprensiva, más afectiva al otro. La externalización de estos sentimientos me parece un paso de gigante en la conciencia de la tolerancia a la que he hecho mención, siempre y cuando no se entre en el histrionismo, el esperpento o la falta de respeto a quienes no tienen por qué soportar actuaciones públicas contrarias a su moral. O que hieren su sensibilidad propia. La tolerancia y el respeto mutuo siempre, creo, deben de ir de la mano. No caigamos en la Ley del Péndulo, a la que somos tan propensos los españoles.

Me viene a la memoria una anécdota muy divertida de nuestro entrañable Luis Escobar, actor de películas tan memorables como La Escopeta Nacional, Patrimonio Nacional y una lista interminable también de teatro y vine, y es la siguiente. Allá por esos años oscuros a los que he hecho mención, estaba Don Luis departiendo con unos amigos, todos varones sesentones en un pub nocturno muy conocido de Madrid. Y uno de ellos apareció acompañado de un muchacho joven bien parecido, presentándolo como su sobrino. Entonces contesto el actor inmediatamente como un resorte, como una escopeta sin seguro: «¡Pero cómo va a ser este tu sobrino, ni tu sobrino, si fue el mío la semana pasada!». Paz y bien.H

* Abogado y académico