Mueven a la sonrisa, y en ocasiones a una leve melancolía, tantos mensajes como recibimos deseando cambios a mejor de nuestras vidas cuando nace un nuevo año. Se trata de un rito, un deseo quizás noble pero que en realidad habla más de resignación que de esperanza. Porque nosotros y nuestras sociedades cambiamos muy lentamente, y los momentos de agitación que vivimos no tienen por qué ser necesariamente anuncios de mudanzas notables en nuestras vidas, sino bien al contrario, suceden porque nos hemos estancado, o mejor dicho, volvemos a embarrancar en ese mundo plagado de demonios llamado tradición y creencias.

Ansiamos --aunque en realidad la experiencia nos dice lo contrario-- un cambio político que traiga unas elecciones, pero eso nunca llega a ocurrir ni siquiera parcialmente. Y es que en verdad no dejamos de ser esas criaturas a las que deslumbran las baratijas y los grandes sucesos, fuera ayer una tormenta violenta u hoy una vídeo conversación con nuestro novio en el Himalaya. Asistimos a otro momento de la historia donde suceden grandes descubrimientos. Las tecnológicas nos traen el mundo al instante hasta nuestros ojos por medio del móvil, y uno de sus principies, Zuckerberg, nos asegura que un día no muy lejano los hombres tendremos el poder y la magia de los dioses antiguos.

Pero nada de esto ocurrirá. No evolucionamos al paso de la piedra porque somos inteligentes, pero nuestro talento no es tan largo como para decidir los cambios ni como sociedad ni como individuos. Consideramos, por ejemplo, que Miguel Ángel lo cambió todo en el arte, cuando en realidad su genio hubiera sido imposible sin el precedente y luminoso quattrocento y esa baja Edad Media que abría puertas al volumen y la perspectiva siglo tras siglo.

Lo nuevo no tiene por qué tener más futuro que lo antiguo, al contrario, con demasiada frecuencia es lo que más pronto perece. El futuro es de lo que permanece. No pensemos que todo va a cambiar porque creamos que vamos a estallar. Si el cambio no viene de la mano de la evolución y la paciencia, a todo movimiento sorpresivo deberemos de tenerlo por un retroceso.

Daniel Innerarity escribe en El País que «como nunca sabemos del todo si nos quedamos solos o somos el comienzo de un cambio, hagamos bien lo que tenemos que hacer por si acaso alguien culmina lo que empezamos». Esta es una manera de comprender el suceder del mundo que viene de los griegos, que hacen suyo luego los grandes pensadores europeos e islamistas clásicos, y llega a nuestro tiempo sintetizado por Montaigne y en nuestro país traído ahora a su manera por el increíble Sanchez Ferlosio. Pero no nos engañemos, hoy, y puede que siempre, son muy pocos los que dejan el legado de su fórmula a otros pudiéndola ellos monetizar. Aunque no deberíamos desmayar, volverá la poesía y el remanso a los hombres, esos descubrimientos nunca serán superados mientras el hombre no sea comido por la máquina como ahora se pronostica.

* Periodista