Con la impresión aún marcada, con esa mezcla de incredulidad ante lo incomprensible y de dolor ante lo que es una realidad, cruda, terrible, impúdica, intentas sobreponerte a la muerte, en este caso anti natura, de un pequeño de ocho años, Álvaro, que se nos ha ido tras unos cuantos días de terrible incertidumbre, tras una larga operación de corazón.

Minutos antes de comenzar la misa de una en San Hipólito, la misma en la que cantó el pequeño Álvaro, conocíamos la terrible confirmación de su partida, a ese otro coro, el de los ángeles como él, criaturas limpias de cualquier mancha, que entonan cánticos para alabar continuamente a Dios, el mismo al que ahora preguntamos --desde la humildad-- por qué te lo has llevado.

Incorporado al coro de San Hipólito hace un año más o menos, cada viernes, ya vencida la semana, cansado pero con cuerda suficiente aún, ponía su esfuerzo, su mejor voluntad para preparar las canciones que ese domingo, el siguiente o en los oficios íbamos a entonar desde el coro de esa iglesia para, en la medida de nuestras limitaciones, realzar y dar gloria a las celebraciones religiosas.

Su flequillo, sus lentes y su nervio contagioso a los demás lo hacían peculiar y no pasaba desapercibido; compartíamos nombre él, mi hijo y yo, y eso pareció tejer un hilo de complicidad y de cariño que hoy echo --con terrible pesar-- de menos.

Sentimientos que me llevan directamente a sus padres, a su hermanita, a quienes me uno en un abrazo fuerte, de cariño y de solidaridad.

Ahora sabemos que el «punto débil» de nuestro pequeño compañero de coro fue su corazón. Sí, el corazón, el que parecía proporcionarle ese nervio, esa actividad, esa energía... Parece ser que, a la larga, se lo ha llevado allí donde no existen ni el dolor, ni el llanto, ni la congoja... Donde Dios acoge en un abrazo interminable y repleto de amor a quienes tanto aman.

Y mi amigo, mi tocayo Álvaro -estoy seguro-- a pesar de su corta edad, con ese corazón frágil, demasiado frágil y, en definitiva, su trampa mortal, ha debido amar mucho, mucho, mucho... A sus padres, a su hermanita, a sus amiguitos y compañeros de su colegio, a quienes ha tratado como en nuestro coro, hoy compungido y triste, pero esperanzado en que él seguirá cantando con nosotros desde el Cielo, y por eso Dios, solo Él sabrá, lo ha querido junto a Él.

En este mundo, tan alienado, tan alejado de Dios, tan asfixiante se hace muy necesaria la mano invisible de Éste y quizás a pesar de todos los santos, arcángeles y ángeles, haya tenido que reforzar la plantilla de éstos últimos y por eso ha llamado a mi amigo, mi tocayo Álvaro.

Seguro que desde ya su aliento, su intercesión, su mediación y su ayuda vamos a sentirla quienes comencemos a encomendarle aquello que nos preocupa porque, a pesar de nuestro momentáneo dolor, le reconocemos como uno más de los ángeles que obran a diario tantos milagros en nuestro mundo.

Mi amigo, mi tocayo, mi compañero, mi ángel, ruega por todos nosotros.

* Periodista