El enaltecimiento o justificación públicos de actos terroristas es una ruindad en carne viva, un tejido abierto con una raspadura en el estómago. Demasiadas entrañas esparcidas por aceras mojadas, demasiados gemidos cubiertos de ceniza en Hipercor o en la casa cuartel de Zaragoza. Demasiada zozobra y demasiados muertos, con los nombres grabados en la frente descalza de un país que comenzaba a andar en democracia. Y ahí estaban esas plazas vascas, diseminadas por su geografía de hierba, con las fiestas locales adornadas con grandes banderolas con los nombres de los asesinos, manifestaciones en su defensa, homenajes y reivindicaciones de sus actos sangrientos, mientras el derecho no se ponía de acuerdo consigo mismo y la libertad de expresión se ejercía sin límites: ni el honor, ni la intimidad, ni la apología del terrorismo. Sufrimos esa indignidad con una tiranía del silencio. Hasta la escalofriante ejecución del concejal del PP Miguel Angel Blanco, con su cuerpo aún con vida en una cuneta, la sociedad vasca no salió en masa a reclamar el final del horror. Pero hasta entonces, cada asesinato tenía una segunda parte: ese enaltecimiento, esa justificación, aclamadas y públicas, por una parte de la sociedad vasca, mientras el resto callaba.

Hemos crecido mucho desde entonces. También nos hemos caído. Pero a veces no hemos tropezado, sino que nos han puesto varillas en las ruedas, y así es casi imposible no patinar en la calzada helada. Estupefacta ha quedado una parte de la ciudadanía, con ciertos rudimentos jurídicos, ante el episodio de los titiriteros detenidos por apología del terrorismo durante la representación de La Bruja y don Cristóbal , cuando uno de los títeres exhibió, en la obra, una pancarta de veinte centímetros en la que se leía "Gora Alka-ETA". El teatro no era para niños, como advirtieron; y no ha sido un teatro, sino una desalentadora representación, como burla de toda justicia, la encarcelación durante cinco días de estos dos muchachos, acusados de apología del terrorismo por la Audiencia Nacional. Como explican sus abogados, en el argumento de la obra --que casi nadie parece interesado en conocer-- Don Cristóbal es un policía corrupto. Tratando de inculpar a un inocente, usa objetos incriminatorios, como la pancarta, alusiva a un grupo terrorista ficticio, cuyo nombre se forma mezclando el de dos organizaciones terroristas --estas sí, reales--: ETA y Al-Qaeda. O sea, "Alka-ETA", que ni existe ni, desde luego, es ETA. También los títeres se arrojaban "albóndigas-bomba" en una sátira que puede gustar o no, pero que no es, en ningún caso, un enaltecimiento como el descrito arriba, sino un libre ejercicio de representación teatral.

Siguen los abogados: "Tan grave imputación requeriría un análisis algo más profundo respecto del papel que la referida pancarta juega en la obra de teatro, sin descontextualizarla". Pero eso exige un nivel, y entender que escribir Crimen y castigo no convierte a Dostoievski en un apólogo del asesinato. En la pancartita del títere no decía "Gora ETA", sino "Gora Alka-ETA", que no es nada; pero aunque un autor escriba que un personaje grita "Gora ETA", eso no sería apología, sino acción dramática, como en tantas obras literarias, de cine y de teatro. Pues en esto estamos, tras rasgarnos la camisa democrática cuando los terroristas ametrallaron a los dibujantes de Charlie Hebdo , con portadas más lacerantes y crueles que la pancartita. Pero eso era en Francia, y defender la libertad de expresión y creativa es más edificante desde lejos.

Iñigo Henríquez de Luna, portavoz del PP en el Ayuntamiento, ha denunciado a la concejala Celia Mayer por "colaboración en el enaltecimiento del terrorismo". En todo caso, error informativo, porque los títeres eran para adultos, no para niños; pero ¿apología del terrorismo? Henríquez no debe conocer El rapto de Lucrecia , de un tal Shakespeare, que le resultaría una apología de la violación. No es que compare los títeres con Shakespeare, pero lo que hablan los personajes sobre un escenario, en carne y hueso o en guiñoles, solamente un cenutrio cultural, o un manipulador de la opinión pública, puede pretender confundirlo, y confundirnos, con la realidad. Lo que resulta una vergüenza y un posible delito de prevaricación es que el juez de la Audiencia Nacional Ismael Moreno y la fiscal Carmen Monfort hayan hecho posible esta locura; pero así se habla menos en el Telediario de La 1 de la corrupción brutal en la Valencia de Rita Barberá y nos volvemos títeres de la intoxicación. España sigue siendo un carnaval.

* Escritor