Fue como una explosión de luz con los ojos cerrados. A partir de ese instante lo recuerdo todo y no soy capaz de olvidar ni un detalle. Todos y cada uno de los sucesos de mi vida tienen en mi memoria el mismo valor, la misma nitidez, y están presentes en mí a cada momento, tan vivos como si acabaran de ocurrir, como si todos quisieran que los tenga en cuenta a la vez en cada nueva decisión que tomo en mi vida por muy importante o muy pequeña que me parezca. Mis recuerdos parecen más importantes que yo.

Tenía dos años y mi prima me llevaba en brazos calle abajo a casa de mi abuela. Era ya tarde noche, y sus amigas parecían meterle prisa para que me soltara y poder irse ellas todas juntas a jugar a la corosa. Mi abuela me recibió con un abrazo y me dejó en el suelo para que corriera por el patio. Un gato romano se acercó, se frotó contra mí y me dejó jugar con su cola hasta que la apreté tan fuerte que saltó disparado y ya no volví a verlo. Olía a magdalenas recién hechas. Una vecina me cantó una canción de cuna hasta siete veces y cuando me desperté ya era el día siguiente.

A mí jamás me molestó tener una memoria prodigiosa para las sensaciones y las emociones internas. Lo interpreté siempre como la base de esta personalidad turbulenta y casi atormentada que me hace vivir la vida como si cada día fuera más intenso que el anterior, como si cada mañana amaneciera una persona nueva más en mí, para unirse a esta muchedumbre interior que mira el mundo con el nombre de Miguel.

Lo bueno es que no recuerdo nada que mi mente considera de escaso o nulo interés, aunque a menudo me preguntó quién le dice a mí mente cómo debe distinguir lo que le interesa de lo que no y, sobre todo, si eso coincide con los intereses míos, entendiéndome a mí como este símbolo «YO» que es siempre sujeto activo o pasivo de cuanto sucede en el mundo. En general creo que sí. Y me alegro de que se me olviden siempre ciertas cosas como, por ejemplo, cuál es el título de esa serie de la que todo el mundo habla, sí, hombre, que el de la coleta le regaló al rey toda la colección durante un encuentro casual...

Pero no todo el mundo es igual. A Jill Price no se le olvida literalmente nada. Ella no puede olvidar. Se acuerda de todo, absolutamente todo lo que ha pasado en cada instante de su vida desde que tenía ocho años. La suya no es una memoria selectiva. Es como una película en alta definición que puede rebobinar en cada momento, peor aún, que se rebobina sola y se reproduce automáticamente. Todos sus recuerdos están presentes por igual como reivindicándose, como si no hubiera una mente que imponga cierta jerarquía y orden. Ella califica su don como un tormento. El pasado se le hace presente para recriminarle una mala decisión sobre cualquier tontería como por qué el 26 de enero de 1991 decidió salir a cenar en lugar de quedarse en casa y así haber evitado el resfriado que pilló aquella noche tan desapacible.

Por lo general, los recuerdos de cosas insustanciales deben poder olvidarse para dejar paso a otros recuerdos insustanciales. El cerebro normal retiene en su memoria aquella información que le puede servir de ayuda para crear modelos con los que orientarse en el mundo a lo largo de la vida. Los recuerdos son redes de neuronas. Y las emociones juegan un papel esencial en la creación de esas redes. Un suceso que te impacte se te quedará grabado en tus neuronas para siempre.

Tras décadas de investigaciones, la neurociencia ha logado desentrañar en gran medida los mecanismos fisiológicos y la base química de la memoria. Poco hemos tardado en hacer ingeniería a partir de esos conocimientos científicos. Algunos ingenieros como el psiquiatra Gary Lynch trabajan en el desarrollo de suplementos potenciadores de la memoria, como las ampaquinas, unas sustancias que interaccionan con el receptor glutamatérgico AMPA, y que se están empleando ya para combatir el Alzheimer. A mí me haría falta algo así para no olvidar esas cosas cotidianas sin importancia. H

* Profesor de la UCO