A un individuo como Trump, responsable de un país grande y, casi, del único planeta, se le debe exigir mucho. Al que solo lo sea de una familia y una vivienda, menos. Al que nada tenga nada debe exigírsele salvo que nos perdone a los ricos.

Ese señor poderoso no cree que nuestro soporte universal esté podrido y es ejemplo nefasto para los miles de millones que, a lo peor, no podremos sobrevivir. No es asunto para tomar a broma: la frivolidad triunfa sobre la sensatez, el necesario equilibrio y hasta el sentido común para continuar apretando dentro de lo posible. Su aparición y extravagancia convierten en normales y moderados todos los actos explosivos o subidos de tono. Trump es el extremo, lo más y el menos moderado: lo contrario de lo que necesita el mundo. Es el modelo para considerar un desperdicio el empleo de la moderación y la sensatez después de haber reflexionado. Siempre quedan sus irrupciones por encima del mayor de los disparates. Es, quizá, lo que me ha permitido el atrevimiento de escribir este artículo.

Después de conocer Fitur, el entusiasmo suscitado y hasta la esperanza como gran negocio, me siento totalmente decepcionado: promoción de un intercambio universal, como si los millones de ciudadanos del planeta viviéramos en el mismo barrio o, cuando menos, en el mismo país.

Discutía, debo decirlo, o trataba de transmitir mis sentimientos a uno de mis hijos y a lo largo de un grato e interminable paseo por nuestra Sierra de Córdoba. Yo insistía en que el turismo masivo, que no deja de fomentarse, es el ingrediente más nocivo que se le puede añadir a nuestro ya enfermo medio ambiente. Mi hijo reaccionó con cierta lógica razonable para defender esta situación: el turismo, decía, educa, reparte riqueza porque mueve dinero, y hasta iguala a las personas puesto que llegan a conocerse por medio de él.

Me chocó su interrupción pero la madurez moderó mis intenciones, mi larga reflexión de años, y me puse a considerar sus criterios. Todo lo que introdujo en nuestro diálogo tenía sentido. Era propio de un joven con proyectos e instrumentos para irrumpir en ese mundo que se abre tentador y con unos caminos factibles que te ponen las cosas a la mano. Así es que me limité a callar, escucharlo y disfrutar de aquel aire limpio y compartido y aquellos pasos sin límite diferente que el horizonte, los pinos y el cielo sobre la última curva.

Si lo siento es más por ellos, por los jóvenes, y no puedo evitarlo: Trump es un insensato, puesto que el planeta está desquiciado por la contaminación. Veranos e inviernos con extremos desconocidos; temporales que causan estragos… Sabemos que los recursos energéticos clásicos, no renovables, son los causantes en gran medida y fomentamos que la gente viaje. El turista, porque gasta su dinero, consume sin medida o derrocha en el consumo. Se encarecen las estancias, las viviendas en compra y alquiler y son barrios enteros los que desplazan a sus vecinos hacia otros marginales por la especulación. De este modo, además del desplazamiento de los mayores y más débiles, proliferan los guetos, que no dejan de alejarse de la normalidad. Todo sube y son los débiles los más perjudicados para el provecho, aún mayor, de los especuladores que siempre pescan en ríos turbios.

Se habla mucho de la conquista de otros planetas y eso es el colmo de la inmoralidad o la desvergüenza. Ese señor presidente y otros tan ricos como él, aunque torpes ilusos, esperan escapar con sus hijos del terrible caos que andamos permitiendo. Y hasta buscando. Todos somos insensatos, cuando menos, simples: una masa que viaja por originalidad, cuando todo está descubierto, en películas y libros; cuando las sorpresas son artificios interesados, dispuestos por los explotadores, que los distribuyen acá y allá , fabricadas en cartón piedra o plásticos.

Sin duda, Trump es una desgracia para el mundo, aunque no menos desgracia que todos los gobiernos, conocedores del daño irreparable, encuentren en el turismo la fuente para enriquecer a los de siempre y hacer correr con trabajos y trampas a todos los demás.

* Profesor