La Tierra Prometida, más que una metáfora de la esperanza de un mundo mejor donde fluía leche y miel, según dejó dicho Yahvé en el Antiguo Testamento, se está convirtiendo en una crónica de sangre que relata cada día la muerte de creyentes en Jehová o en Alá, la mayoría de los cuales solo desean la paz y abominan de la guerra. Palestina, que es nuestra historia sagrada porque fue lo que nos enseñaron desde chicos, el escenario por antonomasia del Pentatéuco y también de los Evangelios, un espacio que debería ser considerado el cielo en la tierra, es, sin embargo, ahora troceado en Israel, Cisjordania y Franja de Gaza, el símbolo de las luchas entre hombres, pensamientos, religiones, sectas y tribus del que se ha apoderado la parte más cruel del ser humano: la que lo convierte en señor de la guerra y, en el mejor de los casos, en habitante de una zona que la mira como una costumbre inevitable para la que hay que estar preparado. Hace dos años, al entrar en Tel-Aviv --cuyo aeropuerto no podrá darle por ahora la bienvenida a Tierra Santa a mi amigo Miguel Vigara y a su mujer--, el guía nos señaló un edificio en construcción: todos sus pisos, como los del resto de la ciudad, debían tener una sala acorazada para cuando llegaran los bombardeos. Ahora en Córdoba --la ciudad en la que han convivido, mejor o peor, los creyentes del Libro (judíos, musulmanes y cristianos)-- se da la cruel coincidencia de que la Sinagoga, el templo de los hebreos (que también sufrieron su éxodo español), uno de los monumentos más atractivos de Andalucía, cumple 700 años. Es comprensible que las autoridades cordobesas --Ayuntamiento, Universidad, Junta y Diputación-- quieran celebrar la efeméride como el monumento se merece. Pero no me gustaría estar en su pellejo. Córdoba puede volver a repetir la historia del pueblo de Dios --unas veces víctima y otras, verdugo-- en una búsqueda desaforada del turismo, su particular tierra prometida: fijarse solo en judíos de alto poder adquisitivo, con licencia para viajar, cuando la Palestina de la Biblia, donde viven los herederos de aquellos que construyeron la Sinagoga, es una crónica de sangre.