Las vacaciones nos abren el abanico de mil actividades, que van desde el descanso físico hasta los momentos más sublimes de interioridad, de reflexión personal, de silencio, de escucha. Un fin de las vacaciones es, precisamente, ese, que cada uno se encuentre a sí mismo, y halle el propio pensamiento, su ánimo, el sentido de la propia vida. Las múltiples ocupaciones y afanes cotidianos no nos dejan espacio para algo tan fundamental como el silencio interior. La gente de hoy, todos nosotros, apenas tenemos tiempo para pensar y meditar con calma. Vivimos en una sociedad agitada. Parece que entre todos, procuramos que nadie se encuentre consigo mismo. El ambiente en que nos movemos es poco propicio para la reflexión. Por eso, las vacaciones pueden ser una magnífica ocasión para adentrarnos en la conciencia personal y cultivarla, avanzar hacia las cumbres del espíritu, empaparnos de los nuevos destellos que se perfilan en el horizonte de la humanidad. Y para eso, nada mejor que la lectura: leer para ser libres. Vivimos una auténtica inundación de imágenes, pero ninguna sustituye la lectura. ¿Por qué? Porque la imagen te lo da casi todo hecho. En el libro tienes que crear tú. A las sugerencias del autor has de poner rostros, paisajes, situaciones. La lectura es a la mente lo que el ejercicio al cuerpo. Por eso hoy abundan las mentes anquilosadas, triviales, insustanciales, porque no se lee. Cuando abro un libro se me abre una playa, vuelo a otros cielos, me comunico con el universo: viajo, sueño, penetro en almas desconocidas, vivo situaciones inéditas, exploro pensamientos y vivencias que me hacen crecer y ampliar horizontes. Me viene a la memoria la frase de san Agustín: «Cuando rezamos hablamos con Dios, pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros». O la de Teresa de Ávila: «Lee y conducirás, no leas y serás conducido». H

* Sacerdote y periodista