Lo que parecía un éxito de la policía catalana (Mossos) se fue a pique. La política española volvió rápido a su costumbre más arraigada: el caimismo puro se apodera de las neuronas de políticos, policías, periodistas todologos en general. De nuevo la muerte más execrable --la que trae el terror ciego e indiscriminado-- se convierte en el punto de apoyo de la palanca que mueve el combate político nacional con su irracionalidad culpable.

No es algo nuevo este «baile de carneros» (aquelarre) tras el asesinato de 16 inocentes, mientras paseaban confiados; por desgracia almacenamos numerosos ejemplos de cómo el terror es usado de manera bastarda en ese juego de oportunistas en que se ha convertido la política española.

Todo comenzó en nuestra etapa moderna cuando, tras aparecer ETA, no pocos demócratas antifranquistas simpatizaron con aquellos chicos que atizaban con balas a la dictadura. Aquel «desenfoque político» tardó varios lustros en corregirse. Debieron de producirse centenares de asesinatos para que los partidos estatales y vascos --a excepción de los que apoyaban a ETA-- llegarán al Pacto de Ajuriaenea. Entonces la mayoría empezó a remar en la misma dirección, aunque con divergencias y lentitud.

Este impasse de relativa cordura política lo vino a enturbiar seriamente José María Aznar al poco de acceder a la presidencia del PP. José Luis Corcuera, entonces ministro del Interior, cuenta que lo recibió en su despacho y le transmitió que la lucha contra el terrorismo dejaba de estar excluida del debate político. El fondo de esta conversación privada se haría público el día en que Aznar, al acudir a un acto de repulsa del terrorismo, manifestó a los medios de comunicación allí presentes que estaba contra ETA y contra el Gobierno. Luego llegaría el derribo de Felipe González al que contribuyeron de forma notable las feroces críticas de los populares contra las maneras de combatir el terrorismo por parte del gobierno socialista.

Así se mantendrían las cosas unos años después de que Aznar dejara la presidencia del gobierno (el tomó la iniciativa antiETA y los socialistas lo siguieron en lo fundamental), hasta que la patraña de que los socialistas estaban en el ajo de los atentados de Atocha el 11-M fue descartada por la Audiencia Nacional y luego por el Tribunal Supremo. Luego Zapatero y Rajoy, junto al PNV, conducirían el combate contra ETA por el camino correcto y pronto la banda terrorista tiró la toalla.

Pero Cataluña se cruza en la historia presente como un huracán político y social de la dimensión del 23-F. Y en estas, ¿quién no se lleva para su morral de activos una hazaña tan clara, rápida e impecable como la protagonizada por los Mossos? Seis terroristas abatidos, cuatro detenidos y tres fallecidos en la explosión de Alcanar. En cuatro días la célula yihadista que inundó de miedo a Barcelona desmontada. ¿Quién puede dar más?

En estas andamos. Madrid entra en combate, después de las formalidades del velatorio, siendo su avanzadilla fuentes de una policía nacional descontenta y desplazada del epicentro del ataque, un servicio secreto que nunca para, aunque no se note, y la práctica totalidad de las editoriales de los medios de comunicación no adscritos al nacionalismo separatista. Ahora crecen las sospechas de que quizás los Mossos no lo hicieron todo bien, y cada día surgen nuevas preguntas: se podría retorcer el discurso triunfalista de la Generalitat. Y, claro, ésta y los portavoces de su policía contraatacan enfurecidos y se equivocan y mienten.

El hondón abierto no dejará de crecer hasta ver qué depara el 1-O. Pero la memoria de los asesinatos de Las Ramblas y Cambrils se desvanece por días. Se llega al nivel de garrotazos tras el 11-M. Sólo parece haber cambiado algo desde aquellos entonces: ahora nadie pone en duda si los agentes catalanes actuaron correctamente cuando abatieron a los seis presuntos terroristas. Claro que si ya nos olvidamos tan rápido de nuestros muertos, cómo vamos a preguntar siquiera por los otros.

* Periodista