La cuaresma que estamos celebrando es un recuerdo de los días que Jesús pasó en el desierto antes de emprender su actividad pública por los pueblos de Galilea y Judea. En el desierto Jesús fue tentado por el demonio dice el Evangelio. Marcos relata el suceso en unos términos que rozan el escándalo: «Permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás» (Mr 1 13). El relato de las tentaciones en el desierto está lleno de elementos que sugieren más bien la construcción de un relato simbólico, que de un relato histórico. Empezando por los cuarenta días. El número de cuarenta se emplea mucho en la Biblia siempre que se quiere significar un período largo de tiempo. Cuarenta años estuvieron los israelitas cruzando el desierto del Sinai al salir de la esclavitud de Egipto. Cuarenta días duró el diluvio Y así otros casos más. Tampoco existe una montaña tan alta desde la cual puedan verse todos reinos del mundo y su esplendor.

Satanás le propone a Jesús tres seducciones atractivas. Le hace ver que el hombre no solamente tiene aspiraciones espirituales, tiene también necesidades materiales. En el desierto, además de hacer oración y sumirse en la experiencia espiritual de la soledad, hay que comer. Y, puesto que no hay a la mano ningún supermercado donde acudir, estaría sobradamente justificado emplear una pequeña parte de su poder para resolver el acuciante problema del abastecimiento. Nadie quedaría perjudicado por tal determinación. Ni los ciegos, ni los leprosos, ni los paralíticos verían disminuida su cuota de participación en el poder milagroso de Jesús. La propuesta de Satanás era que Jesús utilizase su poder en beneficio propio. Cosa que Jesús nunca hizo en toda su vida.

Dado que Jesús mantiene por encima de todo la primacía de lo espiritual, le sugiere que haga una demostración patente de que el poder de Dios es muy superior al poder de los hombres. Ello convencería a más de un materialista y ateo de que los avances de la ciencia y la tecnología no tienen nada que hacer cuando se les somete a la comparación con el poder divino. La muralla del Templo tiene una esquina que se eleva escarpada sobre el terraplén que cae hacia el torrente Cedrón. En la pendiente del terreno se hicieron unos muros de contención para sujetar los materiales de la explanada del Templo. De la esquina de la muralla al fondo del torrente puede haber fácilmente 80 o 100 metros. Aprovechando un momento en que la explanada estaba llena de público era una oportunidad subirse al borde de la muralla, y dejarse caer en el vacío. No iba a ocurrir ningún accidente. Los ángeles le llevarían en la palma de la mano, hasta depositarlo suavemente al fondo del barranco. Mientras tanto la multitud asombrada contemplaría desde arriba el espectáculo y reconocería masivamente que Dios está sobre todo.

Sin embargo Jesús pensaba que no era así como Dios deseaba ser mostrado a los hombres. El nunca había pensado en un Dios que dejaba boquiabiertos a los hombres realizando maravillas que ni la ciencia ni la tecnología eran capaces de explicar. El pensaba en un Dios que prometía la liberación de los oprimidos, en un Dios que quería la misericordia y la justicia, en un Dios que se indignaba cuando los hombres utilizaban la religión para dominar las conciencias. Un Dios que se exhibiese como un poder milagroso y oculto frente a la razón, no era su Dios. Y declinó la invitación.

Lo último, ya, fue realmente tentador. Jesús que procedía de un pueblecito del Norte, de aquella Galilea pueblerina y medio cateta, donde ni siquiera se pronunciaba correctamente el hebreo, podía verse de la noche a la mañana constituido en un personaje importante. Si los romanos tenían poder, él podría tener tanto poder como ellos. Si los saduceos tenían poder, él podía tener tanto poder como ellos. Si al fin y al cabo lo que él quería era transformar la sociedad, se le darían medios para hacer esa transformación desde el poder. Tendría la oportunidad de ser él quien ordenase lo que había que hacer en el Templo, y ocupar el sitio de aquellos saduceos que lo estaban corrompiendo todo. El culto del Templo volvería a ser lo que David había pretendido, y lo que los profetas habían exigido. Tendría la oportunidad de reformar las desviaciones introducidas por los saduceos. Israel volvería a ser, bajo su liderazgo, el pueblo de Dios que exhibiese ante el mundo la fe del padre Abrahán.

Tampoco esta argumentación pudo mellar las convicciones internas de Jesús de Nazaret. Una revolución hecha desde el poder, no se mantiene sino con el poder. Y el ejercicio del poder lleva asociadas cantidad de turbiedades. Su proyecto era otro. Haría una revolución, es cierto. Lucharía por cambiar el culto, y el sentido de la Ley. Pero lo haría desde el pueblo, desde la gente, porque estaba convencido de que Dios «se oculta a los sabios y prudentes, y se revela a la gente sencilla» (Mt 11 25). Algunos le llamarían «comilón y borracho, amigo de publicanos y prostitutas» (Mt 11 19), pero la verdad era que donde él se sentía acompañado y comprendido era entre esa gente, y no entre la gente poderosa y rica. Tampoco esta idea logró seducirle.

* Profesor jesuita