Jesús fue tentado en el desierto, dice el Evangelio. Marcos relata el suceso en unos términos que rozan el escándalo: "Permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás" (Mr 1 13). Satanás le propone a Jesús tres seducciones atractivas. Le hace ver que el hombre no solamente tiene aspiraciones espirituales, tiene también necesidades materiales. En el desierto, además de hacer oración y sumirse en la experiencia espiritual de la soledad, hay que comer. Y, puesto que no hay a la mano ningún supermercado donde acudir, estaría sobradamente justificado emplear una pequeña parte de su poder espiritual en resolver el acuciante problema del abastecimiento.

Nadie quedaría perjudicado por tal determinación. Ni los ciegos, ni los leprosos, ni los paralíticos verían disminuida su cuota de participación en el poder milagroso de Jesús. Al contrario, gozando Jesús de buena salud, y pudiendo caminar con robustez por los caminos, serían precisamente los propios menesterosos los que resultarían beneficiados.

Dado que Jesús mantiene por encima de todo la primacía de lo espiritual, le sugiere que haga una demostración patente de que el poder de Dios es muy superior al poder de los hombres. La muralla del templo tiene una esquina que se eleva escarpada sobre el terraplén que cae hacia el torrente Cedrón. De la esquina de la muralla al fondo del torrente puede haber fácilmente 80 o 100 metros. Aprovechando un momento en que la explanada estaba llena de público era una oportunidad subirse al borde de la muralla, y dejarse ir en el vacío. No iba a ocurrir ningún accidente. Los ángeles le llevarían en la palma de la mano, hasta depositarlo suavemente al fondo del barranco. Mientras tanto la multitud asombrada contemplaría desde arriba el espectáculo y reconocería masivamente que Dios está sobre todo. Oportunidad como aquella no se podía desperdiciar.

Sin embargo, Jesús pensaba que no era así como Dios deseaba ser mostrado a los hombres. El nunca había pensado en un Dios que dejaba boquiabiertos a los hombres realizando maravillas que ni la ciencia ni la tecnología eran capaces de explicar. Jesús había pensado en el Dios que anunciaron los profetas: en un Dios que prometía la liberación de los oprimidos, en un Dios que quería la misericordia y la justicia. Un Dios que se exhibiese como un poder sobrenatural y oculto frente a la razón, no era su Dios. Y declinó la invitación.

Lo último, ya, fue realmente tentador. Jesús que procedía de un pueblecito del norte, de aquella Galilea pueblerina y medio cateta, donde ni siquiera se pronunciaba correctamente el hebreo, podía verse de la noche a la mañana constituido en un personaje importante. No existía por aquel entonces la televisión, ni asesores de imagen, pero había maneras de facilitar contactos con personas influyentes, de introducirse en los círculos de la alta sociedad de Jerusalén, de Cesarea, de Tiberíades. Si los romanos tenían poder, él podría tener tanto poder como ellos. Si los saduceos tenían poder, él podía tener tanto poder como ellos. Si al fin y al cabo lo que él quería era transformar la sociedad, se le darían medios para hacer esa transformación desde el poder. Tendría la oportunidad de ocupar el sitio de aquellos saduceos que lo estaban corrompiendo todo. El culto del templo volvería a ser lo que David había pretendido, y lo que los profetas habían exigido.

Tampoco esta argumentación pudo mellar las convicciones internas de Jesús de Nazaret. Una revolución hecha desde el poder no se mantiene sino con el poder. Y el ejercicio del poder lleva asociadas cantidad de turbiedades. Su proyecto era otro. Haría una revolución, es cierto. Lucharía por cambiar el culto, y el sentido de la ley. Pero lo haría desde el pueblo, desde la gente, porque estaba convencido de que Dios "se oculta a los sabios y prudentes, y se revela a la gente sencilla" (Mt 11 25). Tampoco esta idea logró seducirle.

Esta fue la historia de las tentaciones de Jesús. Son tentaciones paradigmáticas. El texto evangélico las presenta como el anti-programa de Jesús. Este anti-programa se sigue ofreciendo hoy día tentadoramente a la Iglesia. Las personas que tienen alguna capacidad de liderazgo en la organización eclesial están sometidas a tentaciones similares a las de Jesús. Sea el Papa, los cardenales, los obispos, los sacerdotes en general, sufren la tentación de usar en beneficio personal el respeto que los fieles creyentes les prestan por su misión de conductores espirituales del pueblo.

Los predicadores del evangelio sufren la tentación de hablar más de milagros y apariciones de la Virgen que de la justicia y la solidaridad con los pobres. Las autoridades eclesiásticas a veces se sienten más preocupadas cuando se les recorta su influencia en las esferas del poder del Estado, que cuando pierden credibilidad entre las masas del pueblo. Es así como se perpetúa la tentación del anti-programa de Jesús en la vida de la Iglesia actual.

* Profesor jesuita