Aparecen hoy, en el primer domingo de cuaresma, las tentaciones de Jesús en el desierto. Esta es una de las palabras de palpitante actualidad, que siempre acompañará nuestro caminar, aunque apenas se utilice en nuestro lenguaje. Antes de comenzar a narrar la actividad profética de Jesús, Marcos nos dice que el Espiritu lo impulsó hacia el desierto. Se quedó allí cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas y los ángeles le servían. Los exégetas destacan que Jesús no ha conocido una vida fácil ni tranquila. Ha vivido impulsado por el Espiritu, pero ha sentido en su propia carne las fuerzas del mal. Su entrega apasionada al proyecto de Dios le ha llevado a vivir una existencia desgarrada por conflictos y tensiones. «El Espiritu empuja a Jesús al desierto». No lo conduce a una vida cómoda. Lo lleva por caminos de pruebas, riesgos y tentaciones. Buscar el reino de Dios y su justicia, anunciar a Dios sin falsearlo, trabajar por un mundo más humano es siempre arriesgado. Lo fue para Jesús y lo será para sus seguidores. Se quedó en el desierto cuarenta días. Este lugar inhóspito y nada acogedor es símbolo de pruebas y dificultades. El mejor lugar para aprender a vivir de lo esencial, pero tambien el más peligroso para quien queda abandonado a sus propias fuerzas. Las tentaciones, ya se sabe, son invitaciones al mal con apariencia de bien. Ponen de relieve una constante inclinación hacia el mal, que nos impulsa con fuerza a realizarlo. El mundo de hoy nos ofrece pruebas constantes y dramáticas. La primera tentación sería la del relativismo que nos invita a cumplir con su regla de oro: «Dejarse caer por el tobogán de los gustos e intereses, que nos llevan al más feroz materialismo». Sutilmente, se elimina a Dios de la vida, se le arrincona o lo que aún sería más grave, se le expulsa. El Papa Francisco nos ha alertado de algunas tentaciones de que somos objeto y disminuyen nuestro testimonio: primero, el individualismo que nos encierra en nosotros, dejando a un lado el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la responsabilidad en la misión personal y en los deberes profesionales; segundo, el complejo de inferioridad, que nos lleva a ocultar nuestras convicciones más profundas, despeñándonos por la deslealtad, la traición, la permisividad que puede acarrear daños irreparables; tercero, el aferrarse a seguridades económicas o a espacios de poder y de gloria humana, que se procuran por cualquier medio, sin importar mucho el precio que hay que pagar; y por último, el escapar de compromisos que nos pueden quitar nuestro tiempo libre o que nos sitúan en abandonos incomprensibles, con víctimas siempre de por medio. Desde la orilla de la fe, para superar las tentaciones, será necesario que busquemos momentos de desierto durante esta cuaresma, que encontremos espacios de silencio y de dialogo en la ardiente oración de la fe. Como anhelaba el poeta Gerardo Diego: «Porque, Señor, yo te he visto / y quiero volverte a ver, / creo en Ti y quiero creer».

* Escritor