Tengo miedo. ¿Cuántas veces hemos oído esas dos palabras en estos últimos días? Sí, hay miedo. Lo vemos. Lo sabemos. Desde la mujer que confiesa haber sacado dinero del banco y tenerlo guardado en casa… por si acaso. Hasta el hombre que admite haber llenado la despensa a tope… porque nunca se sabe. De repente, nos encontramos hablando en unos términos absolutamente impensables hace unos meses. Y aunque nos repetimos que no, que es imposible, que estamos en Europa, en pleno siglo XXI, que no hay lugar para que las trincheras se transformen en algo más que palabras, el miedo, siempre tan caprichoso, se cuela en el insomnio. La agresividad de las redes se viste con casacas guerreras. Hay voces que pisan con alma belicosa. Otros se erigen en héroes, en adalides, prestos al combate. Y siempre hay los que rugen y exigen respuestas drásticas, medidas concluyentes, soluciones que aplasten a la disidencia. «A la guerra», escribió un militante de la CUP en Twitter como respuesta a la detención de Cuixart y Sànchez. Es evidente (lo es, ¿verdad?) que se expresaba en términos metafóricos. Pero resulta inevitable pensar que, en otros momentos de la historia, en otros lugares del planeta, hay alguien que pronunció esas dos palabras --tengo miedo-- antes de que todo estallara.