De mis años escolares recuerdo claro el contenido del catecismo, que distinguía entre las virtudes teologales y las cardinales. Las primeras eran fe, esperanza y caridad, las segundas prudencia, justicia, fortaleza y templanza. A través de la religión tuve mi primer contacto con la fe, que con frecuencia se identifica con la creencia, si bien desde un punto de vista teológico cabe establecer diferencias entre ambas. Con el tiempo abandoné las creencias, porque, tal y como respondí hace unos días en una entrevista radiofónica, pronto me di cuenta de que es posible vivir sin ellas y sin la presencia de un dios omnipotente, si bien expreso mi respeto hacia todos cuantos necesitan de esas creencias para su vivir cotidiano, aunque nunca aceptaré que nadie trate de imponer que todos vivamos de acuerdo con la necesidad de contar con la presencia de un dios. No tener creencias no implica la carencia de fe, pues esta no debe estar relacionada con lo religioso por fuerza. De hecho la fides latina se traduce como fe, pero también como confianza, y si consultamos la palabra en el diccionario veremos que posee una gran cantidad de acepciones, y que incluso en nuestros actos hablamos de la existencia de una buena o mala fe.

A lo largo de la vida nos encontramos con individuos que son excelentes personas, que te inspiran confianza y que en consecuencia tienes fe en ellos. Una de mis costumbres ha sido la de confiar en las personas, aceptar que cuanto me dicen es verdad en tanto que no exista algo que me demuestre lo contrario. Así me comporté en todo momento con mis alumnos, de acuerdo con ese principio me he guiado siempre, y debo decir que a excepción de algún desengaño (o mejor, engaño) me siento satisfecho con esa actitud de confianza hacia los demás. Contaré un ejemplo ocurrido hace ya años, cuando una camioneta rozó con mi coche en un accidente en el que yo era el perjudicado y no había tenido ninguna responsabilidad. El conductor de aquel vehículo me explicó que sufriría una sanción de su empresa y que si no me importaba fuésemos a un taller, lo solucionásemos de manera amigable y que él correría con los gastos. Así lo hicimos, pues estábamos cerca de donde yo acudía a las revisiones de mi coche. Se hizo una valoración del daño, el señor dijo que volvía todas las semanas por Córdoba (venía a repartir un producto desde otra provincia) y que por tanto en el plazo de siete días llegaría y pagaría la factura. Y se marchó. El propietario del taller me preguntó si tenía sus datos o los del camión y le dije que no, que me bastaba con lo expresado por aquel hombre puesto que me había parecido sincero. Como vi su cara de incredulidad le dije que no se preocupara, que si no volvía yo le pagaría la reparación. A la semana siguiente, con mi coche ya arreglado, pasé por el taller a ver qué había pasado. Todo estaba resuelto, aquel camionero había abonado los gastos, y el mecánico me dijo que todavía no se lo creía. Fue entonces cuando lamenté no tener el teléfono de aquel señor, pues merecía que lo hubiera llamado para darle las gracias, y quizás él me las habría dado también por mi fe, mi confianza en su palabra. En las semanas siguientes lo busqué por si volvía a encontrarlo pero nunca más supe de él, me siento satisfecho de lo que hice, y volvería a hacerlo sin dudar ni un momento.

Nunca entenderé a quienes viven desde la desconfianza, a quienes recelan de cuantos le rodean. Quizás por eso no comprendí a los que se instalaron en el desencanto para justificar su alejamiento de la política y en fechas recientes no coincidí con los indignados, porque veo la indignación como algo pasajero, coyuntural, no como un estado permanente. Se puede estar indignado, pero no ser un indignado. Y se vive mucho mejor cuando se tiene fe (laica, por supuesto).

* Historiador