Recuerdo las noches de miedo que me hicieron pasar algunos predicadores. Unos ejercicios espirituales donde nos asustaban con el riesgo del primer pecado y la muerte repentina. Cuando venían los padres misioneros a predicar a la parroquia, aquel tremendo sermón sobre la muerte. Algunos predicadores, incluso, buscaban una ambientación adecuada con efectos luminosos sobre una calavera. Este tipo de predicación ha desaparecido. Lo que no hace todavía muchos años provocaba la devoción y el arrepentimiento, hoy sería interpretado como una teatralidad ingenua.

Intentemos ir al fondo de las cosas. ¿Se trataba de una mera cuestión de estilo literario y oratorio, que con una población más adulta y más culta ya no consigue el efecto pretendido? ¿Respondía aquella predicación al auténtico mensaje de la Biblia sobre Dios? ¿Era una provocación del miedo, para inclinar a la población a una conducta recta?

La forma como se nos transmitía la imagen de Dios tenía contradicción con la imagen que nos transmite el evangelio. Se nos dice que Dios quiere que «todos los hombres se salven» (Tim 24). Cuando Jesús nos enseña a orar, nos dice que llamemos Padre a Dios (Mt 6 9), y se nos habla de él como de una padre que espera pacientemente el regreso de su hijo ingrato (Lc 15 11-32). ¿Tiene esto algo que ver con aquellos sermones de terror que todavía recuerdo? ¿Presenta la Biblia, junto a estos trazos --digamos blandos- de Dios, otras actitudes duras y temibles de ese mismo Dios?

Podemos hacer una antología. Empezando por Juan el Bautista, que se dirigía a las masas con palabras que eran cualquier cosa menos suaves: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?» (Lc 3 7). El mismo Jesús tampoco ahorró dureza en sus expresiones. Después de un utópico discurso sobre la felicidad de los pobres y de los perseguidos, se endurece su lenguaje: «¡Ay de vosotros los ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo!» (Lc 6 24). No fueron solo los ricos objeto de las maldiciones de Jesús, también y con mayor dureza los juristas, y el partido conservador de los fariseos. Los llamó «serpientes y raza de víboras», «hipócritas» y «sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de inmundicia» (Mt 21 13-33).

Los discípulos parece que no olvidaron estos tonos severamente condenatorios de Jesús. Por ejemplo, Santiago --el patrón de España-- escribe algunas líneas verdaderamente hirientes: «vosotros, los ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida. El salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (Sant 5 1-6). Esta antología de amenazas pronunciadas en nombre de Dios, sería mucho más larga si hubiésemos pretendido hacerla exhaustiva. Sin embargo, hay un hecho que no puedo dejar de subrayar. Hay una constante en esta larga serie de maldiciones implacables de los profetas bíblicos: sea Juan el Bautista, sea Jesús, sea Santiago, o los del Antiguo Testamento, que aquí no hemos referenciado.

Cuando utilizan la palabra como un látigo, es para condenar la mentira, la injusticia, la opresión del débil. Ni el erotismo, ni la sexualidad merecen tales furibundos ataques. Por el contrario, Jesús se vio enfrentado, más aún forzado a enfrentarse, a una situación de erotismo flagrante: «Los escribas y fariseos le llevan a una mujer sorprendida en adulterio». Jesús ni la condenó, ni la exculpó, la dejó marchar en paz (Jn 8 1-1 1).

Esta es, creo, la diferencia que se percibe entre lo que es objeto de la más severa condenación por los profetas de la Biblia, y lo que es objeto de condenación y de amenaza por algún que otro predicador de la Iglesia Católica. Se diría que a unos y a otros les han preocupado cosas distintas, y que unos y otros llevaron la posibilidad de la tolerancia a terrenos diferentes. Volviendo a la Biblia, diremos que el castigo de Dios se desata cuando unas personas, abusando de su ciencia, de su dinero, o de su poder, someten a otras y las oprimen.

* Profesor jesuíta