Hace años no hubiese pensado que la mentira llegase a ser un instrumento político y social. El término post-truth, que se empleó a principios de los noventa, lo usó el dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich, para referirse a la guerra del Golfo: «Lamento que nosotros, como pueblo libre, hayamos decidido libremente vivir en un mundo en donde reina la posverdad». La posverdad, o mentira emotiva, describe la «distorsión deliberada de una realidad, con el fin de crear y modelar opinión pública e influir en las actitudes sociales» (RAE, 2017), diluyendo la verdad y la objetividad.

Ante estos estímulos marcados por el engaño y la trampa tenemos que estar atentos para desarrollar una respuesta de calidad, humana y coherente, que surja de nuestro interior. Cuanto más conscientes seamos mejor responderemos a esos estímulos que nos llevan inequívocamente a una sociedad vacía de valores con el objetivo del control y el enriquecimiento de los que ostentan poder, riqueza o influencia social. De lo contrario, nuestras respuestas serán mecánicas. Nos convertimos en un eco del exterior. Tenemos una enfermiza dependencia del exterior. Esto nos condena como persona y como sociedad. Hay que darse cuenta de lo que está pasando. Hay que abrir los ojos. Veamos varios casos:

El principal objetivo de la educación debería ser ayudar a que la persona consiga ser ella misma, desarrollando todas sus potencialidades. Actualmente si miramos con atención vemos como el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, defiende que los alumnos aprendan en las aulas la denominada cultura de la defensa o los valores de las Fuerzas Armadas. Pero es que a nivel más de calle nos están vendiendo que el boxeo es un deporte muy completo, que puede practicar un niño. Niños de hasta dos años los vemos con guantes de boxeo aclamados para seguir dando golpes. ¿Esa es la educación que queremos para lo más tierno de nuestra sociedad? ¿Los valores de la guerra y la agresividad?

A raíz de la aprobación de la Ley de la memoria histórica, que ayuda a un país a recuperar los principios y la dignidad para todos, valores fundamentales para una convivencia pacífica, aún hay gente que no quiere reconocer a los dictadores, fascistas, totalitarios, enemigos de la democracia, negando lo evidente a través del perverso uso de la posverdad.

Hay un hecho real que están padeciendo centenares de miles de seres humanos: la inmigración, la deportación, el calvario que supone salir de sus países a causa de la guerra o del hambre. Miles de ellos mueren en el camino, en las aguas, en los atentados, en los campos de refugiados, en los centros de internamiento, en las cárceles... Y nosotros con la venda puesta en los ojos para no ver la realidad, para no indignarnos, para no compadecernos, para no sufrir por el hermano/a, ni ser solidarios.

¿Hasta dónde tiene que llegar la corrupción para que este país se levante y diga ¡basta ya!? En nuestro país hay un alto porcentaje de exclusión y empobrecimiento social, afectando descarnadamente a miles y miles de niños y niñas; una economía contraria a dignificar la vida laboral y la realización profesional de la persona, sobre todo cuando se trata de la mujer, soportando una desigualdad en pensiones y una brecha salarial injustificable. ¿De qué sirven los ritos sin vida, los símbolos sin compromiso? ¿A quiénes les sirven las religiones basadas en las prácticas de liturgias solemnes si no se traduce en un estilo de vida basado en la igualdad y la fraternidad? ¿A quiénes les sirven las banderas enarboladas y vacías de derechos humanos? Esos ritos, esas banderas...Dejan de tener valor simbólico para convertirse en objetos diabólicos, al servicio de la manipulación.

Estar atento es la primera clave importante para dejar la indiferencia, para que no nos engañen y para aprender a dar respuestas humanas, que rompan mordazas y dignifiquen las vidas.

* Profesor