La semana que viene tendré mi tercera experiencia norteafricana en treinta años. Dejaremos el coche en el aparcamiento del puerto marítimo de Algeciras y embarcaremos en un ferri ultrarrápido destino Marruecos. En una hora estaremos atracando en el puerto de Tánger, y cinco minutos más tarde el aire se inundará con una marea de recuerdos mezclados con el aroma fresco de frutas, hortalizas y especias y con ese tufillo inquietante como de mercado de abastos a última hora de la mañana.

En el hotel Les Almohades nos esperará un guía en chilaba y babuchas que nos dará la bienvenida en andaluz mientras conversa en árabe a través de su móvil. Me acercaré a la recepción y una simpática recepcionista intentará tranquilizarme con un grato saludo de bienvenida. Dos metros más allá, un abanico de periódicos desplegará el terror del Estado Islámico. Me entretendré en las portadas con un forzado disimulo y el botones percibirá mi aire apesadumbrado, y yo percibiré su gesto de vergüenza y decepción; todos nos sentiremos incómodos y observados.

A las cinco de la tarde aún no habremos almorzado, así que saldremos a buscar un restaurante. La calle me devolverá a los años ochenta, a mi primer viaje a Tánger, esta ciudad, en otro tiempo refinada y cosmopolita, que parece ahora no poder salir del siglo veinte apenas llegado a él. Mi estómago se rebelará de nuevo ante los intensos olores, los rostros demacrados, las sonrisas desdentadas, las miradas perdidas en la desesperanza. Me sentaré en una terraza y pediré un té verde con pan y queso fresco. El primer trago de té me apaciguará y buscará mi reconciliación con la ciudad: el aguador con su traje multicolor, el torso tostado de un muchacho que vuelve de la playa, la carita ingenua y confiada de una niña tocada con un velo de seda blanca. Miraré al cielo, un cielo azul atravesado por jirones de nubes blancas empujadas por el persistente viento de levante. Tendremos el mismo cielo, el mar será el mismo; el mismo viento nos barrerá, nos traerá la poca lluvia y el calor del Sáhara. Ese hombre de mi derecha podría ser cordobés o gaditano, pero no lo sabré con certeza hasta que oiga su voz.

Un niño se plantará ante mi mesa y señalará, primero con la mirada y después con el dedo, hacia los restos de mi pan con queso. Sentiré vergüenza de nuevo al ver que se cómo lo lleva a la boca y lo devora sin ninguna clase de escrúpulos en un santiamén antes de seguir esnifando el pegamento de una bolsa de plástico. Una escuadra de drones desfilará por el cielo de Irak. Un enjambre de especuladores y usureros calculará sus beneficios en Wall Street. Una cruz ensombrecerá la luz del desierto.

Subiré por el Boulevard Pasteur hacia la Plaza de Francia, camino de la Medina. Filas y filas de hombres sentados frente a sus teteras contemplarán el espectáculo de cientos de mujeres y niños deambulando por la plaza. Las calles se estrechan, la muchedumbre se hace más compacta por los callejones poblados de puestos de comida, frutas, corderos abiertos en canal, ropa interior, perejil en rama, cargadores de móviles, herramientas oxidadas, limonada recién hecha, mazorcas de maíz, zapatillas de lona, cabezas de cabra, relojes japoneses, montones de gemna, sacos de harina, pimentón, comino, azafrán, ollas de habas cocidas. El aire hierve con el ruido y el olor y las miradas escrutadoras, desconfiadas, desafiantes, amables y bondadosas.

* Profesor de la UCO