Ha comenzado el tiempo que la mitología católica denomina Cuaresma. Quienes vivimos nuestra infancia en el nacionalcatolicismo sabemos que entonces todo quedaba impregnado, más bien inundado, por las prácticas religiosas relacionadas con ese periodo del año litúrgico. Ahora bien, el paso del tiempo, que vivamos en una España que según la Constitución es laica, o aconfesional, no significa que los ciudadanos se vean libres de estar sometidos a las prácticas de quienes se definen como católicos, o al menos son militantes de las muchas cofradías que pululan por la tierra andaluza. En estos días se anuncian traslados, vía crucis y ensayos que alteran la vida cotidiana de nuestras ciudades. Son el preludio de esa gran fiesta popular, entre lo religioso y lo profano, que es la Semana Santa. Se abren establecimientos con el nombre de casas de hermandad (o cuartelillos) en competencia desleal con los hosteleros que prestan sus servicios a lo largo del año, y a todo ello se añade que para esas actividades cuentan con el apoyo y la colaboración de las autoridades municipales. Alcaldes y concejales de todas las formaciones políticas participan en esas celebraciones, y cuando llegue la Semana Santa los veremos en nuestras calles acompañando los desfiles procesionales, unas veces argumentarán que eso tiene que ver con la tradición, y otras que es un compromiso con el pueblo, al que le gusta ver a sus representantes en esos actos, como me manifestó en una ocasión un alcalde de Izquierda Unida.

A estas alturas del siglo XXI, aún no se ha comprendido el significado de un modelo laico de convivencia. Todavía encontramos pueblos que designan como alcaldes o alcaldesas perpetuas a imágenes religiosas (de hecho ha acontecido no hace mucho en nuestra provincia), lo cual es una afrenta al sentido común, a la razón y a los principios de un Estado laico y democrático. Quizás debería ser de obligada lectura el conocido discurso de Azaña en las Cortes Constituyentes de 1931, cuando pronunció aquella frase, tan escalofriante para algunos, de "España ha dejado de ser católica", si bien el contenido completo del discurso transmite unas ideas que tienen poco de aterradoras y más bien son un ejercicio de reflexión sobre un problema político que Azaña se negaba a considerar como problema religioso.

Han pasado más de ochenta años desde aquella intervención parlamentaria y muchos no se enteran de cuál debe ser la función de un representante público en su relación con las instituciones católicas, quizás porque desde la Transición nadie, o casi nadie, tomó la decisión de dejar claro qué significaba la separación de la Iglesia y el Estado. No lo hicieron los gobiernos de Suárez, pero tampoco los de Felipe González. Pero a veces uno se encuentra con sorpresas, como cuando hace poco más de una semana leí una entrevista con Iñaki Azkuna, alcalde de Bilbao, católico y militante del PNV, quien ante las críticas del obispo de la diócesis por su participación en bodas de homosexuales, había dado la siguiente respuesta: "Ante la Virgen de Begoña soy el más católico. En el Ayuntamiento soy el más laico". Al leerlo no pude evitar hacerme la pregunta: ¿tan difícil es? No concibo la dificultad de los alcaldes para actuar de acuerdo con los principios de un Estado que ya no tiene entre sus funciones la curación de las almas, como dijo Azaña, sino otras ocupaciones bien diferentes, entre las cuales no debería estar su participación en oficios, ceremonias y procesiones. Todos cuantos se van a pasear junto a las imágenes deben saber que quizás algún día eso se vuelva contra ellos, por no ser capaces de respetar que los ciudadanos son un conglomerado diverso y que todos no son católicos, e incluso hay quienes no se vinculan a ninguna confesión religiosa.

* Catedrático de Historia