Toda la Historia del Pensamiento en Occidente ha sido la historia de una relación, de estas que podríamos llamar de amor--odio, entre el sujeto y el objeto, entre el sujeto y la realidad que le circunda, entre quien se cree poseedor de la conciencia de conocer, de dominar, y por otro lado, lo conocido, que a la postre ha resultado siempre ser lo dominado, al menos en el terreno de la conciencia. Diferente, muy diferente ha sido la forma de concebir esta relación en la Historia del Pensamiento Oriental, para quienes desde hace ya algunos siglos no existe dicha relación o, si quieren, existe una fusión entre sujeto y objeto. Sin entrar ahora en las consecuencias o manifestaciones que dichas formas de pensar han tenido a lo largo de la Historia, sí que hay una cuestión que parece irrefutable. La cuestión es que en Occidente siempre hemos necesitado el discurso para trazar puentes entre el sujeto y el objeto porque nunca se salvaron del todo las distancias, a veces más extensas, a veces menos. Se podría discutir incluso el punto de partida desde dónde se han trazado los puentes pero siempre, de una u otra forma, se han necesitado. En el Pensamiento Oriental cayeron en la cuenta de que estos puentes ya no eran necesarios y por esa misma razón obviaron un discurso que se había tornado innecesario. Les pongo un ejemplo muy práctico, sencillo y real. En Occidente existe demasiada prisa para que nuestros niños y niñas, desde muy temprana edad, aprendan a hablar, a leer y a escribir. Escribir y hablar para los individuos occidentales no forman parte del juego de la vida, ya no son arte, sino solo formas de adueñarse de la realidad, solo son formas útiles de ganar oposiciones, puestos de trabajo o elecciones políticas. En Oriente no existe esta prisa. Hablar y escribir nunca dejan de ser parte del juego de la vida, no hay que apropiarse de nada a través de la escritura porque escribir es un arte y el arte no es de ninguna de las maneras, ni aún el representativo, una forma de comprender lo real para dominarlo sino una manera de avanzar y de construir más allá de lo meramente real.

Sin embargo, y a pesar de todo esto, si repasáramos ahora a vista de pájaro la Historia de Occidente de estos últimos casi tres milenios podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que, mejor o peor, estos puentes han conseguido trazarse. Algunos de barro, otros de hierro fundido, otros de acero, algunos desde una orilla y algunos otros desde la otra. Es cierto, aunque alguno que otro lo haya puesto en duda, que nuestra forma de abandonar la lógica del discurso, cuestión que acontece antes de llegar a los años 50 del pasado siglo, ha sido muy diferente a la forma en que lo hizo la Filosofía Oriental. Nosotros los occidentales abandonamos esta lógica del lenguaje cuando caímos en la cuenta de que los puentes que algunos construían eran solo una vía de acceso más cómoda y fácil para aniquilar al que nos venía del otro lado, es decir, comprender para asesinar. Los filósofos, que eran los ingenieros y arquitectos encargados de diseñar y construir los puentes, dejaron de ser bien interpretados. La política, que decidió a partir de ese momento tomar las riendas, convertirse en el arquitecto, nos ha conducido al desastre. Díganme, si no, si existen puentes de comunicación entre la política y la ciudadanía, por ejemplo, en España. No votamos para construir sino para destruir. Y nuestro "brillante" ministro Wert, testigo inigualable de la situación en que nos encontramos, ha decidido que lo mejor, a falta de puentes, es construir robots, muy autónomos y tecnológicos eso sí, siguiendo el mismo arquetipo del sistema educativo que se puso al servicio de las revoluciones industriales europeas de finales del XIX y XX. Hay algo en lo que puede llevar razón: entre la política y los ciudadanos han desaparecido los puentes. Pero hay algo que se le escapa: los filósofos somos seres capacitados para reinventarnos.

* Profesor de Filosofía