Lo vi la noche de fin de año en un hombre tirado en una calle. Yo volvía de tomarme las uvas en casa de unos amigos cuando oí que alguien lloraba en un rincón oscuro. Era el bulto de un hombre. Estaba de rodillas. Me acerqué para preguntarle si necesitaba algo. El hombre me miró. Por entre la oscuridad del rostro le vi el brillo de muchas lágrimas. Con palabras desfiguradas por el llanto, me dijo algo que no se me olvidará jamás: «Vete. Mi dolor es mío. Prefiero el sufrimiento a la nada». Traté de animarlo. Me ofrecí a llamar un taxi y acompañarlo a Urgencias. Entonces el hombre se echó a llorar con un desconsuelo y un abandono que me sobrecogieron. Cubriéndose el rostro con las manos, lloraba sin fin, en un silencio en el que parecía ahogarse, encogido en sí mismo, como si buscase cobijo, sin apenas tomar aire para seguir llorando. Tenía la barba blanca, pero su edad parecía indefinida. Estaba vestido de fiesta. Al ir a pasarle la mano sobre el hombro, me empujó para que me fuese. «Déjame. Amar es el peor suplicio...». Y volvió a llorar desde más hondo aún. Decía palabras ininteligibles, intercalándolas entre el llanto más desconsolado que nunca he conocido. Lloraba y negaba con la cabeza, sin dejar de pronunciar un nombre de mujer con voz de niño abandonado. Por respeto no digo ese nombre. La voz, como en un mantra, repetía: «¿Por qué no me muero?... ¿Por qué?...». Yo me sentí paralizado por ese dolor en carne viva. Entonces vi cómo son las lágrimas del alma. Me desesperé con que el hombre se negara en rotundo a que le ayudase. Como insistí, me empujó y caí al suelo. Allí supe hasta qué abismo de soledad puede hundirse un ser humano cuando sufre solo. Me incorporé. Se me habían ensuciado de vómitos las manos y el abrigo. Me alejé. La ciudad latía con la euforia del año nuevo. Pero yo solo escuchaba tristeza y desolación. Sentí que la mirada se me cubría de lágrimas. Un dolor desconocido se me clavaba en el corazón. Vi muchas almas como el alma de ese hombre, que en esos instantes estarían sufriendo abandono, desamor, soledad y desesperación. Y entonces, después de sesenta años, comprendí aquellas palabras de la Salve que yo no entendía cuando las recitaba de niño: «Los desterrados hijos de Eva, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas».

* Escritor