Nos ha tocado una vida en la que es muy difícil ir contento por la calle, en el trabajo o cuando compartimos ascensor, ya no diré cuando se acercan las trimestrales declaraciones de rendición a Montoro o cuando nos ponemos al volante, en esta última situación ipso facto aumenta nuestro mal humor y desciende unos grados nuestra educación. Encontrarnos con alguien que nos brinde una sonrisa es como dar con un mirlo blanco. Hemos perdido la sonrisa porque hemos dejado que nos quiten el ánimo después de habernos dejado quitar tantas cosas. «Por una mirada, un mundo;/ por una sonrisa, un cielo» proponía Bécquer en una de sus rimas, pero ahora que ni nos miramos a la cara ni vemos el cielo porque estamos pendientes del móvil, se hace imposible entender al poeta y mucho menos hacerle caso. Los poetas, los escritores, los libros en general han quedado en las estanterías en desesperada espera de la mano amiga que los abra y los ojos que los revivan, porque son los couchings, los blogger, los youtubers, los cantamañanas los que parten la pana entre un público poco leído, instalado en la queja permanente y el ánimo por los suelos; como para pedirles encima que sonrían. Ya ven, hasta La sonrisa vertical nos quitaron, refugio de tantos sueños, paño de tantas soledades, y era siempre una sonrisa la puerta de entrada al conocimiento, al flirteo y al goce si la ocasión era propicia. Ya fuera por ligar o por servir al prójimo siempre la sonrisa fue el salvoconducto, la misma Madre Teresa de Calcuta decía que «la revolución del amor comienza con una sonrisa» y con solo ejercitar los doce músculos que participan en su terapéutica expresión podemos comenzar a cambiar nuestro entorno sin más armas ni lo favores de esos salvapatrias tan peligrosos, los antiguos y los modernos emergentes, más antiguos aún que los primeros. Un proverbio chino dice: «El hombre que no sonríe no debería abrir nunca una tienda», otra vez las contradicciones, pues ya me dirán la cara de chiste que tienen los chinos que vemos detrás del mostrador. Una exigencia, ésta del proverbio, que yo aplicaría a todos los empleados públicos a los que someten a las mayores pruebas de memoria, derecho constitucional y nuevas tecnologías, pero a los que nadie les pide que sonrían, y luego pasa que cuando se colocan delante del público no saben sonreír. Una vez conocí a un jefe de una cadena de radio que quería colocar una gomilla a los locutores, a modo de las caretas de carnaval, para forzarlos a hablar con una sonrisa, y por mi experiencia puedo decir que no estaba equivocado, pues hablar con una sonrisa es la mejor manera de comunicar y llegar del oído al corazón.

* Periodista