En las normas ponía que quedaba prohibido ir acompañado por familiares o amigos, pero el tráfico estaba abierto y nadie podía impedir que Miguel rodara junto a mí, como si se hubiera tratado de un encuentro casual. En la cola del triatlón se permiten estas licencias.

Me vino muy bien su compañía. 90 kilómetros de bici podían hacerse muy pesados. En el fondo tenía un poco de miedo. Pero ese miedo fue lo que me trajo a la Bola del Mundo, entre Madrid y Segovia, una montaña que había visto en la Vuelta a España con rampas en torno al 20%. Antes debíamos subir dos puertos más y luego hacer un trail de 20 kilómetros. De otra forma, hubiera sido aburrido.

En la cima del primer puerto nos hicimos una foto y hablamos con cuantos ciclistas nos encontramos. ¿A alguien le importaba el tiempo? Algunos me avisaban de lo que me venía después, pero yo respondía que no pasaba nada. En Rascafría Miguel paró a comprar una botella de Aquarius. Por supuesto que le esperé, al igual que en el puerto de Cotos, cuando le entró una pájara y se quedó frito. Miguel me pidió perdón, pero qué narices, su compañía tiene mucho más valor que ganar media hora en la meta. Por supuesto, yo no llevaba reloj.

Hay retos que existen para hacerlos una vez y no más. Uno es subir los 3,5 kilómetros de la Bola del Mundo. Fue un infierno, para qué negarlo. Cuando me dijeron que girara a la izquierda pensé que estaban de broma, que no podían meternos por ese camino. No pude ni mirar el paisaje, algo imprescindible al ascender un puerto. No sé cómo, pero conseguí llegar arriba. Creía que ya estaba todo hecho.

Me puse la mochila de agua y cogí un plátano del avituallamiento. Comencé el trail con una gran sonrisa. En la web avisaban de que habría que gatear. Pensé que era una exageración, pero pronto me di cuenta de que era real. El lugar era precioso, por la cresta de una montaña de dos mil metros, pero la pista desapareció y aquello se convirtió en un camino de cabras, literal. Me enganché con dos muchachos y dijimos de ir juntos porque tampoco resultaba muy sencillo orientarse. No había muchas indicaciones y nos guiábamos por la gente que veíamos a lo lejos.

En esos 20 kilómetros, que tardé casi 4 horas en completar, hice fotos, posé, grabé vídeos, corrí, anduve, bebí mucha agua, disfruté, hablé, animé, miré a todos lados, también atrás, bromeé, suspiré, me paré, comí otro plátano, una golosina con mucho azúcar, dejó de entrarme comida... Nunca tuve la sensación de no acabar, pero sí de que se me iba a hacer largo. Los últimos 8 kilómetros lo fueron. Cada cuesta era un suplicio. Incluso andar me costaba. Veía hormigas a lo lejos y pensaba en la capacidad de sufrimiento que podemos llegar a alcanzar.

Incluso en los instantes más difíciles no dejaba de sonreír a los voluntarios salpicados por el camino que me llenaban de agua la mochila. Ya quedábamos pocos, así que todo el mundo se volcaba con nosotros, hasta los senderistas, que se detenían y nos aplaudían. Llegué a meta alucinando, con las manos en la cara, con esa mezcla de llanto y felicidad. Había superado mis expectativas. Tardé 9 horas y 24 minutos en hacer el triatlón. Dicen mis amigos que en la foto que les envié nada más entrar no parecía cansado. El orgullo disimula cualquier otro estado.

Venga lo que venga, hay que sonreír. H