Más de Más de lo mismo. En eso se resume la propuesta que Mariano Rajoy ha hecho para ser investido como nuevo presidente del Gobierno. Exactamente la misma que hizo a los electores en diciembre y en junio y que tan pobres resultados cosechó en las urnas. Rajoy no quiere, no sabe o no puede pasar de ahí. Sin los cuatro o cinco puntos recogidos de su pacto con Ciudadanos, su discurso de ayer no habría tenido una sola propuesta concreta. Y así, sin ofrecer nada, y menos algo que suene a cambio, pretende que los socialistas le confieran graciosamente el poder.

Puede que lo consiga. Que en algún momento de los dos meses que vienen Pedro Sánchez ceda a la presión de quienes quieren obligarle a permitir que Rajoy siga mandando. Se dice y se repite que la lógica, el sentido común y hasta los intereses de Estado aconsejan esa solución. Pero en términos políticos estrictos lo que propone tanto interesado biempensante es que alguien que ha perdido millones de votos y decenas de escaños y que concita la animadversión explícita de la gran mayoría del electorado, la que se decanta por los demás partidos, sea investido presidente después de haber confirmado, una vez más, que pretende hacer lo mismo que ha venido haciendo en los últimos cuatro años… y ocho meses.

Sin reconocer, además, error o fallo alguno. Olvidándose de la corrupción, o citándola únicamente para decir que su gobierno ha actuado estupendamente en ese terreno. Volviendo a cantar las glorias de su política económica, colocando toda la responsabilidad de conflicto catalán en la insensatez de los independentistas, nuevo enemigo público número uno de la paz española de la que el PP es el único garante. Y dejando al albur de futuros pactos con los demás partidos la lista completa de los problemas que más acucian la andadura española: el futuro de las pensiones, el modelo educativo, el energético, y hasta la política europea. Sin decir una sola palabra de lo que él piensa sobre esos capítulos.

Si un término define la actitud que expresa ese comportamiento es el de soberbia. La soberbia de un líder incapaz de comprender que la realidad política española ha cambiado substancialmente en los últimos años. Y que actúa como si siguiera disponiendo de una mayoría absoluta que los demás partidos no tienen más remedio que aceptar. Como si encarnara un poder que nadie puede contestar. El de la derecha española, la única que tendría derecho a mandar. La sonrisa de satisfacción que con frecuencia Rajoy exhibió ayer en el Congreso traslució ese sentimiento. El de quien siente que, al final, su verdad de siempre va a terminar imponiéndose. Aunque en este caso no por méritos propios, sino por deméritos de los demás.

Es todavía pronto para hacer pronósticos tajantes. Las elecciones gallegas y vascas del próximo 25 de septiembre pueden dar sorpresas y provocar vuelcos inesperados de la dinámica actual. Pero ya está clara una cosa: si Mariano Rajoy termina saliéndose con la suya, toda posibilidad de cambio, aunque sea mínimo, habrá desaparecido del panorama político español.