Septiembre tiene mucho de muerte. Envejecen los días, hasta ahora deslumbrantes, y se hacen achacosos por los prematuros atardeceres... El sol ya no refulge ni enceguece, sino que se desangra en el cielo, que ya tampoco es plata bruñida y reluciente, sino plomo cansado. El mar se viste en gris y va quedando en el olvido. Lo digo sin dramatismo: septiembre tiene mucho de muerte... Y de vida también, que son acontecimientos existenciales superpuestos, morir y revivir, remorir y renacer en cada hora o minutos, respirar (que es vida) y expirar (que es muerte) en sucesión incesante, permanente, al ritmo musical de los latidos del alma, como oleajes perdidos y olvidados en las arenas solitarias de la bajamar de septiembre... El «síndrome post-vacacional», es el tema del que ahora se habla todos los días en anuncios publicitarios y en comentarios de tertulias periodísticas, y que tantas personas experimentan con matices singulares: tristeza, malhumor, irritabilidad, apatía, nerviosismo, angustia..., somatizados muchas veces en fatiga, tensión, pérdida de «apetitos», alteraciones del sueño, estrés, etc.

Este tan comunmente sentido y resentido síndrome se puede enfocar desde tres perspectivas etiológicas: la neurológica, la psicológica y la simbólica.

1. Desde el punto de vista neurológico hay que tener en cuenta el cambio de ritmo funcional que se le impone a la mecánica de nuestras neuronas, desde la lentificación y la dispersión de una vida despreocupada, abierta a la improvisación de actividades e intereses variados, a los esfuerzo de la concentración, a las exigencias de la actividad reglada, y a las urgencias de las responsabilidades encadenadas... Este proceso casi nunca se produce sin que el mecanismo neuronal se fuerce, los goznes chirríen y toda la estructura fisiológica proteste y rechine.

2. Todo esto se refleja, a nivel psicológico, de autoconciencia (que supone la relación del ser consigo mismo) con esa experiencia intrapsíquica de desarmonía con uno mismo que se conoce en Psicología como «resistencia al cambio», y que propicia el progresivo proceso de readaptación y puesta en forma del organismo psicosomático total, para hacer frente con eficiencia a la exigencia de «rendimiento», soportando las «trabas» que conlleva cualquier trabajo... (En algún sitio leí que el lexema «traba» compone la etimología de la palabra «trabajo». Es difícil confirmarlo pero, en todo caso, trabajar supondrá siempre poner trabas a la tendencia natural de expansión, libertad y espontaneidad de nuestro organismo, este «animal de deseos» que cabalgamos y que, después de las largas vacaciones, se resiste a la doma...).

3. Queda el que he llamado punto de vista simbólico. Y es que pienso que la experiencia post-vacacional reproduce, a nivel de individualidades, el mito colectivo de el Paraíso perdido. La vida libre, sin trabas ni ropaje, junto a las inmensidades del mar, o en las oxigenadas montañas que nos acercan al cielo; la ruptura de los cercos locales, geográficos, sobre la piel materna de todo el planeta; poder nadar desnudos como los peces, desafiar los furores del oleaje con alas y con velas, volar, caminar por nuevas rutas, sentir al alcance de la mano, como nuestros viejos antepasados bíblicos, todos los frutos del Edén... Comprendo que esta experiencia se vive a muy diversas escalas, según las posibilidades o los privilegios de cada persona, pero de alguna manera algo de esto suponen siempre, a nivel simbólico, las vacaciones...

Y ¡qué contraste! el de ese grito insultante del despertador, mecánico o digital, cuando, a la mañana siguiente, nos despierta del sueño del Paraíso, ese bosque de sueños y de ensueños, para encarar la dura y exigente realidad cotidiana.

El axioma de que no hay desarrollo humano, en cualquiera de las etapas de nuestro proceso evolutivo vital (incluso en la etapa de la jubilación y la entropía), sin vencimiento de resistencias. Eso es «trabajo», o eso es el «quehacer diario». No es condena, sino oportunidad de autorrealización y de creatividad. Cualquier inversión de energías personales, para vencer las resistencias del quehacer vital, es acción creativa, ya que se va a realizar a través de la singularidad de un individuo, de su originalidad; a través de una mente única, de una configuración psicobiológica irrepetible que va a enriquecer la vida colectiva con nuevas maneras constructivas de vivirla, de pensarla; de crear también, y de amar.

Y para eso sugiero la disposición cognitiva (inteligencia emocional) de no contemplar los problemas o «trabajos» de cada día, como «condena divina», o como obstáculos insalvables en el camino de la vida. Sino como ocasión y oportunidad de ser psíquicamente mejores, de movilizar los mejores recursos en reserva, los más válidos, creativos y originales que almacenamos en el interior de nosotros mismos.

* Correspondiente Real Academia de Córdoba. Psicólogo clínico / Psicoterapeuta