Somos un país desmemoriado y tal vez ello explique la imposibilidad que seguimos teniendo para construir una convivencia armónica y, sobre todo, para asumir el gozo que implica vivir siempre en el mestizaje, derribando fronteras, concebida la igualdad como presupuesto que nos permite reconocer las diferencias. En gran medida hemos construido nuestra identidad colectiva sobre los silencios y el olvido, lo cual tiene como terrible consecuencia que muchos sigan ocultos tras las banderas e inmovilizados en su trinchera. Una sociedad que no es capaz de quitarse las máscaras está condenada a vivir permanentemente en la angustia y, sobre todo, a prorrogar la humillación de quienes en un determinado momento de la historia fueron pisoteados o, en el peor de los casos, directamente exterminados. Cuando estamos a punto de cumplir 40 años de sistema constitucional, necesitamos de una vez por todas hacer un ejercicio de memoria, es decir, de justicia, por más que ello suponga recolocar determinadas piezas en los mapas por donde un día danzaron nuestros afectos.

En mi caso, nunca podré negar que gran parte de la memoria de mi infancia, esa patria en la que están abiertas todas las posibilidades, está ligada al colegio donde empecé a ser el hombre en que me he convertido. Un colegio que con su nombre, Ángel Cruz Rueda, rinde honores a alguien que tuvo un papel directamente responsable en la aniquilación de muchos y muchas maestras republicanas. Una paradoja, por tanto, y yo diría que hasta un horror, que ese sea el sujeto que todavía hoy continúe amparando la sagrada labor que se desarrolla en ese espacio cívico esencial que es una escuela pública. Ni los poderes públicos, ni por supuesto los cómplices y silenciosos egabrenses, han hecho nada por superar un lastre que nos impide mirar con un mínimo de decencia a lo que ha sido una historia en la que, no lo olvidemos, hubo unos vencedores que durante 40 años cortaron las alas de los vencidos. Y esa historia no solo debería por supuesto contarse en los colegios, sino que también debería tener su correlativa expresión en un imaginario colectivo en el que los abusadores deberían estar en el lugar que justamente le corresponde: no en el de los homenajes, sino en el de la condena más firme por parte de quienes nos consideramos demócratas. Ello pasa por borrar las huellas de su poderío en lo público, en los espacios compartidos, en los relatos que deberíamos construir sobre una historia aprendida no desde la equidistancia sino desde criterios de justicia democrática. Porque es imposible que esos espacios sean acogedores de lo diverso, es decir, radicalmente democráticos, si continúan teniendo el rostro de quienes negaron la igual humanidad de quienes no pensaban como ellos.

Por todo ello, creo que el reciente dictamen que ha realizado la Comisión Municipal de Memoria histórica de nuestra ciudad no debería suscitar el mayor reparo ni siquiera el más mínimo debate en un Pleno del Ayuntamiento. Me cuesta trabajo encontrar argumentos pensados desde el más hondo sentido de la justicia que puedan justificar no tener en cuenta sus conclusiones, más allá de los que algún grupo siempre puede esgrimir por intereses electoralistas o para no perder el carácter reaccionario que difícilmente esconden tras una fachada de modernidad. La ciudad entera debería ser la que pidiera a gritos que sus calles y plazas se conviertan, desde el mismo nombre que las identifica, en espacios donde habite el pluralismo, el reconocimiento del otro y la otra y, por supuesto, el homenaje a quienes con sus vidas dieron ejemplo de una actitud ética de la que todas y todos deberíamos aprender. Lo contrario es mantener la complicidad, aunque solo sea por omisión, con quienes durante décadas negaron la dignidad de los contrarios. Tal y como hizo el impresentable señor que hoy continúa dándole nombre al colegio donde yo empecé a hacerme un hombre en libertad.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad (UCO)