Me gustaría despertar sin manadas. Sin titulares de hombres que violan a mujeres, juntos o en solitario. Sin noticias de hombres que las matan. Poder abrir los ojos sin pensar que en Sierra Leona, según la ONU, nueve de cada diez niñas sufren la ablación y muchas de ellas mueren. Salir a la calle sin recordar que allí la ablación está tan enraizada que sólo se prohibió temporalmente antes de las elecciones de marzo --como en otros países africanos, la ablación es legal en Sierra Leona-- para que los candidatos no pagaran las ceremonias a cambio de votos. Querría no leer que por 200 dólares se monta el ritual, se contrata a la santera, se mutila a una niña con una hoja de afeitar y después se celebra como legado cultural. Sólo en 2014, por la crisis del Ébola, se prohibió la ablación, al temer que extendiera la enfermedad. En Liberia se ha interrumpido sólo un año por orden de la presidenta saliente Ellen Johnson Sirleaf. La cuchilla no está sólo en el pubis, sino en el cuello de miles de mujeres por atreverse a querer vivir con dignidad e igualdad de derechos, sobre todo en ámbitos de radicalismo islámico, algo tan cercano como alejado de nuestra realidad. Hay por ahí un mundo más cruel, mucho más duro, del que aquí se habla poco, aunque se tenga en cuenta como el coletazo de un discurso. Más allá de la presunción de inocencia y el fallo en el caso de la Manada, no se entiende que los magistrados no contemplen el riesgo de reincidencia porque los agresores han perdido el anonimato, ni porque no puedan entrar en Madrid, donde reside la víctima. ¿Es que fuera de Madrid no hay mujeres? Si la pena de nueve años impuesta sí contemplaba el riesgo de fuga, ¿por qué cambiar ahora de criterio? Si son culpables, la prisión provisional debería haberse extendido hasta el límite legal de cuatro años y medio, la mitad de la condena, por la gravedad del caso. Hacen falta medidas más profundas y sensibles, legislar y actuar para proteger a las víctimas.

*Escritor