Fuera españolistas» es una expresión que uno se imagina escuchar en algún sitio del País Vasco o Cataluña. En una calle de Madrid resultaría insólito. Pero, por raro que parezca, así ha ocurrido. «Fuera españolistas de Sakonia. Quita la bandera. Primer aviso». Es la pintada amenazante con que amaneció un vecino del distrito madrileño de Moncloa-Aravaca hace unos días. La razón de la pintada: el vecino del tercero había colocado una bandera de España en su balcón.

La cosa se entiende un poco mejor cuando nos enteramos de que los responsables de la amenaza son el grupo denominado Sakonia Resiste, un colectivo juvenil de extrema izquierda, antifascista, anticapitalista y feminista, cuya «bandera» incluye la imagen de un hombre y una mujer tapados con pasamontañas y una estrella roja de tres puntas, o sea hombres y mujeres unidos en la lucha.

Todo esto me trae a la memoria mi infancia política en Montilla durante la Transición. Recuerdo a mi padre fotografiado junto a Simón Sánchez Montero, el histórico líder comunista, con una bandera republicana de fondo. La bandera nacional la recuerdo solo en los edificios oficiales y en los mítines de Alianza Popular con aquel joven Jorge Verstrynge. Dios mío, qué caprichosa es la vida. Recuerdo un mitin del PCE en la plaza de La Rosa con políticos flanqueados por las banderas andaluza y española, y a la mayoría del público gritando «quitar la bandera española».

En los años setenta, lamentablemente, la Guerra Civil y la dictadura de Franco aún impedían a muchos españoles sentir la bandera nacional como propia. El mismo adjetivo «nacional» tenía vivas connotaciones franquistas, y el cúmulo de valores y sentimientos que reflejaba la bandera rojigualda no era compartido por muchos de nosotros. Los que necesitaban de símbolos para cultivar su sentimiento de pertenencia a una banda, buscaron otra bandera. La idea de mantener la misma bandera empleada en la dictadura, aunque se explicara por activa y por pasiva que esa bandera tiene su origen varios siglos atrás, no ayudó precisamente a alimentar el sentimiento de lo español como algo de todos y además como algo bueno, respetable y admirable. Estoy seguro de que, si se hubiese optado por una bandera nueva, la estaríamos usando para envolver en ella toda la enorme diversidad de sentimientos y anhelos de los españoles. Y no para simbolizar el fascismo, el capitalismo o el machismo, o una unión a la fuerza. Aunque, de todas formas, es inevitable que ciudadanos o grupos que no se sienten identificados con la cultura dominante vean más suyos ciertos símbolos como el Che Guevara o banderas como la Palestina.

Después de medio siglo, la bandera nacional, al menos fuera de los territorios donde hay conflictos nacionalistas, ya no se desprecia, y los ciudadanos la perciben al menos con neutralidad. Algo hemos avanzado. Será cuestión de que pase más tiempo, aunque me da la impresión de que tendrá que pasar mucho tiempo, porque tampoco hay una implicación activa de la sociedad civil y el estado. Al contrario de lo que ocurre con los nacionalistas, que llevan medio siglo educando a sus hijos en sus símbolos nacionales y socavando el proyecto de España, la idea, el proyecto y los símbolos de España no se han cultivado o no se ha hecho bien desde nuestras instituciones.

Quizás no sea tan sencillo sostener un proyecto en este rinconcito del mundo, llámese Iberia, Hispania, Al Ándalus o España. Si hay algo sin duda que compartimos todos los que pisamos esta tierra es un espíritu esencialmente indómito, individualista, volátil y aventurero. Parecemos españoles por España. Con estos mimbres es difícil mantener una estructura rígida en el tiempo. Y quizás por eso el proyecto de Europa resultó tan fascinante para todos nosotros. De hecho, somos los más europeístas. Hubo, y quizás siga habiendo, más españoles que alemanes a favor de la reunificación de Alemania. Nos seduce la idea de diluir España en Europa. Somos viajeros en cuerpo y alma. Españoles sin bandera.

* Profesor de la UCO