¿Sería pretencioso afirmar que estamos en el siglo de la piel? Quizá no tanto. Por mucho que se denominase el Siglo de las Luces, conectamos antes con el XVIII gracias a la música de cámara, o a la pillería masónica de La Flauta Mágica. Y el siglo XX pertenece a los Hermanos Lumiere, la imagen que en el sistema métrico emocional vale por mil palabras. Pero ahora todo se centra en la superficie, incluso las contradicciones. Dos razones se han puesto últimamente en contra de la piel tatuada. Estaban buscando en Osuna extras para la quinta temporada de Juego de Tronos . La primera criba descartaba un tropel: nada de tatuajes. Lo que antes casi era un patrimonio de los arrabales, o de marineros que exhibían en el antebrazo un ancla del color de una vena cava, ahora se ha convertido en una alternativa entre aquella posibilidad de comprarle a la niña el coche o la moto, superada por la solicitud de aumento de pecho o de estamparse los cueros como Amy Winehouse. El tatuaje no es tanta modernidad, aunque la esclavitud no podía vindicar la pulcritud del yerro marcado. En aquella niñez estaban las calcomanías, peligrosamente inocuas como los cigarrillos de chocolate: lo mismo servían para alinearse en los azulejos de la cocina como para guarretear los brazos hasta el jaspeado baño de los sábados. También es verdad que los hindúes tenían su henna, con fecha de caducidad como el placer y el sufrimiento.

Pero no, Ahora queremos hacernos trascendentes y grabarnos las muescas de nuestros ánimos. Y esta es la segunda razón contraproducente. La señora Griffith se ha separado del señor Banderas, y el amor eterno hay que desprecintarlo del brazo, cuando para la epidermis no vale una goma Pelikan . La consecuencia de este dérmico mapamundi nos llevaría a aceptar la memoria de ese buril como los anillos concéntricos de los árboles. Pero somos inconsecuentes hasta con nuestro pasado.

El siglo de la piel ha estigmatizado la vellosidad. Los peludos representaban el neandertalismo, mientras que la depilación se asociaba con los visitantes del futuro. Mas también éramos inconformistas con la extensión del culito de un bebé, y el afán multiplicador del tatuaje conecta con el horro vacui de los capiteles románicos. Total, para cambiar la tinta por los pelos.

Este es el siglo de la piel: el manierismo del desnudo frente al embozo fundamentalista que se enroca en la superficialidad de una deidad simple y terrible. Si la arista más procaz de estos últimos llega a vencer, no habrá un lugar en nuestro cuerpo donde ocultar lo indeleble, ni para distinguir entre tanto pigmento azul la coherencia de la libertad.

Sea o no una moda pasajera, en esto de los tatuajes los maoríes quieren su hecho diferencial. Ya en los tiempos de Cook se tatuaban hasta la nariz, y sacaban la lengua para asustarnos. Pero esos miedos quedan muy lejos.

* Abogado